lunes, 19 de septiembre de 2016

La lista (Sala Cuarta Pared)

Qué sería del espectador teatral sin las listas. En esos momentos en los que ya no sabes cómo ponerte, cuando la insondable profundidad del tedio parece haber alcanzado cotas hasta entonces desconocidas, siempre queda el recurso de hacer listas. De lo hecho y de lo por hacer, de actores por países, de alimentos por colores... Por eso no será difícil identificarse con la protagonista de La lista, aunque lo normal es que la manía no llegue a los límites aquí escenificados. Porque esta mujer no se conforma con la carga de tener que llevar a cuestas un desorden (qué paradójico) obsesivo-compulsivo, sino que la angustia que sufre por no poder controlarlo todo, incluso lo que parece ir más allá de sus capacidades, le provoca una continua sensación de incapacidad, de frustración, de culpa.

Normalmente no somos muy amigos de este tipo de personajes, más por cansinos que por otra cosa. Cada uno tenemos lo nuestro y que nos vengan con historias, bien en modo exhibicionista, bien en modo redentor, suele revelar un interés más bien morboso o patológico. Pero por suerte Jennifer Tremblay evita todos los tópicos del género y muestra una distancia y una capacidad para la disección que va al centro del asunto (la obra apenas dura una hora) sin caer en el sentimentalismo ni el rasgamiento de vestiduras. Casi toda la representación es presa de una frialdad todavía más chocante dada la dureza de lo expuesto, y de una casi total ausencia de humor, que también solemos ver como una carencia, pero que aquí está plenamente justificada.

Javier G. Yagüe coreografía la puesta en escena para que su protagonista no esté ni un solo momento sin nada que hacer, lo que no impide que piense, que ser reconcoma, que sufra sin disimulos. Aquí la inquietud es literal: la protagonista no puede estarse parada. La escenografía está repleta de chismes, cuyo uso da un ritmo constante a la función, sin que estorben ni distraigan del punto fuerte de la obra, la actuación de Frantxa Arraiza. Su interpretación puede parecer más fruto de la composición que del desgarro interno, pero esta opción es totalmente coherente con el tono elegido para la obra. La vida en escena está ahí, con todo su dramatismo, con ese calvario personal que se transmite a cada uno de los espectadores. Pero Yagüe y Arraiza han preferido optar por la contención, que la profundidad de la desolación llegue no por medio de la expresión, sino de la mucho más complicada comprensión.

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