martes, 27 de septiembre de 2016

Incendios (Teatro de la Abadía)

No es por presumir, pero cada vez sé menos de teatro (parafraseando a Vázquez Cereijo). Sin ir más lejos, la semana pasada fuimos a una obra que han visto millones de personas en todo el mundo con aclamación general y que a nosotros nos dejó totalmente fríos. Por eso, si alguien nos pidiera que explicáramos qué es el teatro, lo tendríamos difícil para encontrar una definición, pero sin embargo la demostración práctica sería sencilla: el teatro es Incendios. Muchas veces nos hemos preguntado por qué sigue habiendo gente que escribe teatro y, quizá todavía más misterioso, por qué sigue habiendo gente que va al teatro. Pues bien, Incendios también es la solución a estos enigmas: porque esperamos que se produzca este milagro, esa obra en la que todo cobra sentido, en la que la historia y la vida se presenta ante nuestros ojos de una manera que ni la literatura y ni tan siquiera el cine podrían hacerlo.

Ahora llega el momento de confesar otra incapacidad: ¿cómo hablar de una obra como Incendios, tan ambiciosa, tan compleja, tan rica que parece infinita? Ni tan siquiera yendo escena por escena podría alcanzar la perspectiva suficiente para establecer una visión que haga justicia al desafío planteado por Wajdi Mouawad. Ni tan siquiera puedo decir: “para empezar”, porque la historia de Incendios es una de esas historias que no parecen tener principio ni fin. Pese a estar perfectamente localizada (y eso que en ningún momento hay mención explícita a lugares concretos), la tragedia de Incendios es atemporal y universal, no en vano enlaza de manera obvia con la tragedia griega y transforma una historia particular en una mitología que nos ha acompañado siempre y que sigue marcando nuestra forma de entender el mundo.

Si tuviera que elegir un tema como el centro de la obra, sin duda este sería el de la verdad, el de su búsqueda y su capacidad para volver el mundo del revés. Según el viejo adagio, la verdad siempre es revolucionaria, pero en este contexto la revolución significa trastocar de manera definitiva nuestra posición ante la vida. La Verdad y la Historia, convertidos a través de la experiencia de las personas que habitan Incendios en la verdad y la historia, conceptos abstractos transformados en puñetazos directos que seremos incapaces de evitar. Al escribir esto no puedo evitar pensar en una de las personas que mejor me ha enseñado en qué consiste el teatro: Juan Mayorga (algunas referencias matemáticas en Incendios hacen todavía más evidente esta conexión). Como pasa con las obras de Mayorga, Incendios obliga al espectador a involucrarse de manera total ante lo que está viendo en el escenario, a dejarse llevar y convertirse en un personaje más con la obligación de completar la experiencia. Pero existe una gran dificultad para poder penetrar en este mundo: la violencia que explota ante nuestra mirada. La novela de Mouawad Ánima es una de las experiencias lectoras más brutales que he padecido, obligando en más de una ocasión a saltarse párrafos enteros debido al salvajismo de sus descripciones. Esta violencia también está presente en Incendios, pero en esta ocasión es imposible apartar la mirada del escenario, porque queremos saberlo todo, aunque duela. Lo que vemos no es solo doloroso porque somos humanos y no podemos permanecer ajenos a la tragedia de unos semejantes, sino porque también nosotros estamos incluidos en esta invitación a reflexionar e interiorizar el drama.

Una obra con la grandeza de Incendios necesita una puesta en escena a la altura, y pocos hombres de teatro hay tan capacitados como Mario Gas para hacer frente al envite. La multitud de niveles a los que funciona Incendios hace de su ejecución un difícil juego de equilibrios en los que, con que falle un eje, todo el montaje se viene abajo. No se trata ya solo de lograr la convergencia de espacios y tiempos, sino de alcanzar una fluidez que dé unidad y coherencia a una historia que puede salir disparada en cualquier dirección. Y lo que consigue Gas es que la complejidad de la obra se transforme en pura sencillez, que los afluentes desemboquen con perfecta naturalidad, que todo sea comprensible. Apoyado en una escenografía de apariencia simple obra de Carl Fillion y Anna Tussell, unos vídeos perfectamente integrados de Álvaro Luna y una iluminación precisa de Felipe Ramos, el escenario se transforma en un campo de batalla, un cementerio del que es necesario escapar para alcanzar la vida. Y Gas sitúa al espectador en el centro de esta tragedia, sin permitirle ni un segundo de sosiego durante las tres horas de función. Si en el teatro todo es metáfora, en este Incendios hasta las metáforas tienen alma.

Pero la dirección de Gas no se queda en la puesta en escena, solo su gran labor puede explicar el extraordinario nivel de todas las interpretaciones, de los actores que ya son mitos en sí y de aquellos que no conocíamos. ¿Qué se puede decir de Ramón Barea o Nuria Espert? Tópico: que solo por verlos ya merecería la pena pagar la entrada. Hipérbole: que sus interpretaciones permanecerán para siempre. Pero es que así lo sentimos, más allá de que Incendios sea una de las grandes obras de lo que llevamos de siglo XXI, este montaje permanecerá como una de las cumbres interpretativas de estos actores a los que no les faltan momentos de gloria. Y, como decíamos, el resto del reparto no se queda atrás. Llenos de fuerza (¿cómo terminarán después de cada función? Representar Incendios debe de ser más duro que estar tres horas remando), de profundidad, de matices, los actores de Incendios lo ponen todo para conseguir que esta obra sea todavía más que una excelente obra de teatro. Lo que decía, hacen que Incendios sea el teatro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario