jueves, 10 de diciembre de 2015

El cabaret de los hombres perdidos (Teatro Infanta Isabel)

Cerrar los ojos y ver la vida que te espera. Después, decidir si merece la pena volver a abrirlos. Como decían en el mejor episodio de Morir (o no), la película de Ventura Pons y Sergi Belbel con la que El cabaret de los hombres perdidos tiene varios puntos en común, lo moderno, es decir, lo cínico, sería responder que no, que para qué, si al final todos calvos. En algún momento de la representación, nos tememos que la cosa pueda ir por ahí, que la fascinación por el malditismo y la roña hayan desviado a Christian Simeón hacia los callejones del desengaño y la negación de la vida. Pero por suerte todo era un espejismo y el espíritu lúdico y vital se impone. Aunque, ojo, sin caer en otro tipo de complacencia igualmente nefasto, el de lo confortable y biempensante, el compromiso con la mediocridad. Porque en esta obra la verdadera transgresión (término gastado y que ha perdido su significado del que quizá deberíamos huir) no está en su presentación de un modo de vida dizque alternativo, sino en su reivindicación de la felicidad.

Que es lo que tienen los musicales, que te alegran el día. Por lo menos los que nos gustan a nosotros. Y es lo que regala este Cabaret, un musical pequeño, sin grandes orquestas (más bien un piano), sin grandes números de baile (tirando a uno o ninguno), pero que tiene el poder euforizante de las grandes celebraciones. Porque si las canciones, muy bien adaptadas por Alicia Serrat, muestran un amplio repertorio que va de lo íntimo a lo espectacular, de lo sentimental a lo paródico, las escenas habladas (que en ningún caso son de transición), tienen mucha gracia e ingenio. En realidad, no se trata de una historia muy original (otro de sus peligros es que a veces se acerca peligrosamente al esquema de triunfo y decadencia), pero Simeón hace eso tan difícil de hacer las cosas fáciles: una historia bien contada, con sus escenas delimitadas, su progresión sin baches y unos cuantos toques personales y divertidos. La típica recreación de una historia dentro de una historia está llevada sin aspavientos, con toda naturalidad y sin complicar el asunto, y cuando llega el momento del desenlace y de tomar partido, lo hace con la misma consistencia y claridad.

La puesta en escena de Victor Conde se sitúa a medio camino del gran musical (sin gran presupuesto) y de la representación de salón (pero evitando en todo momento la cutrería). Es una postura que agradecemos: ser consciente de lo que se tiene y jugar con ello, sin pretender convertirse en el héroe de la historia ni desentenderse confiándolo todo en los demás. Como Simeón le ha dejado abiertas muchas posibilidades, Conde sabe exprimir todos los recursos. Y si mencionábamos el buen trabajo de Serrat con las canciones, el de Jorge Roelas con la adaptación también tiene su mérito. Los diálogos son ingeniosos, punzantes y expeditivos. Vamos, lo que se podría calificar como "muy gayers". Pero otro punto a favor de la obra es que, sin renunciar a sus señas de identidad, tampoco limita sus pretensiones a un determinado público, sino que es apto para las masas.

El protagonista de la función es Cayetano Fernández, de quien las malas lenguas dirían que borda su papel de mal actor (y realmente su escena del ensayo es hilarante), pero que en realidad está muy ajustado como ese inocente muchacho que llega a la gran ciudad, no se entera de nada y deja que sus sueños le lleven a vivir una pesadilla. Fernández se luce con las canciones más "desgarradoras" y cuando por fin puede interpretar "la mejor canción del espectáculo" se muestra a la altura de las expectativas. Pero aunque nominalmente el protagonista sea Fernández, en este Cabaret hay uno de esos personajes que, bien resueltos, se van a hacer con toda la atención. Y Ferrán González firma una Lullaby redonda. Es un personaje que enseguida se calificaría como puro Almodóvar, y que por tanto ha caído un poco en la parodia, pero Lullaby le da carne y sentimiento, y también mucha gracia cuando se transforma en una Norma Desmond sin glamour. Ignasi Vidal es el maestro de ceremonias, un capullo muy seguro de sí mismo al que Vidal sabe dotar de encanto y darle un perfil seductor hacia el público que justifica su influjo sobre los otros personajes. Armando Pita, pese a tener un personaje con menos espacio para el lucimiento, no desentona en ningún momento y sabe adaptarse a las vicisitudes de su papel y de la obra con flexibilidad.

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