martes, 15 de septiembre de 2015

Los miércoles no existen (Teatro Fígaro)


Con su quinta temporada recién estrenada, más que hablar de los valores teatrales de Los miércoles no existen, así en teoría, quizá lo más pertinente sería intentar analizar los motivos de su éxito, yendo a lo práctico. Pero, claro, si los conociéramos estaríamos escribiendo una obra de teatro y no una reseña. Teniendo en cuenta este resquemor, nos vamos a confesar: si hubiéramos asistido al estreno de la obra hace tres años, sería poco probable que hubiéramos augurado tamaño éxito. Sí, es una obra que se ve bien y que se puede recomendar sin problemas de conciencia: vas a pasar un buen rato casi seguro. Pero ¿dónde está la clave de que haya tenido tal acogida y que todavía siga en marcha?

Como no nos fiamos mucho de nuestro criterio en estos asunto (y, visto lo visto sobre nuestra capacidad de predicción, con motivo) nos fijamos en el público, al que así en general se le ve encantado. Y recurrimos al efecto M-80: desde luego Los miércoles no existen no nos van a traer ninguna sorpresa; algunas escenas están tan vistas que nos quedamos a la espera del punto paródico. Pero es que resulta que esto no está en el esquema: hemos venido aquí para que nos cuenten lo que ya sabemos. Y esto es muy reconfortante. Como pasa cuando se escucha la cadena citada, no vamos a descrubrir ninguna canción nueva, pero casi todo lo que nos pongan estará bien (o la nostalgia pondrá de su parte para que así lo parezca) e incluso puede que nos regalen un par de temazos. Pensamos en aquellos tiempos, damos palmas, soltamos unas cuantas carcajadas y salimos con buen cuerpo.

Con lo que se ha demostrado un gran instinto comercial, Peris Romano sabe sacar partido a varias situaciones de repertorio con un aire muy ochentero (o quizá noventero, pero por seguir con lo de la radio) que siguen funcionando. De igual manera, los personajes tampoco van mucho más allá del arquetipo: el fanfarrón zafio y simpaticón (ahora conocido como cuñado), el romántico idealista (pagafantas), la chica liberada... Como aportación que traspasa un poco los límites del convencionalismo, Romano se permite unos juegos temporales que, según pudimos escuchar a la salida, cortocircuitan algunas mentes y que le dan algo de chicha al desarrollo narrativo, aunque se eche en falta algo más de trasteo, pues tampoco aquí hay demasiado espacio para lo inesperado. En la dirección Romano y Maite Pérez Astorga tienen claro que quieren llevarse bien con el público, que todo esto es de buen rollo y que su participación es agradecida. Como si fuera la tele, estamos en el salón de vuestra casa. Porque ya nos conocéis, ¿a que sí?

Tenemos que decir que en el reparto que nos tocó hay una perceptible descomposición entre el elemento masculino y el femenino. También es verdad que los papeles para ellos están mejor escritos y tienen más posibilidades de lucimiento que los dedicados a ellas, pero en cualquier caso hay que destacar a Daniel Guzmán, el cuñado, por su gracia y por su habilidad para levantarse al público como y cuando quiere, y a Javier Rey, el pagafantas, que logra esquivar lo patético (y mira que se lo ponen difícil, bigote incluido) y mejorar a su personaje. Javier Albalá (¡coincidencia cósmica! que no viene al caso) parece interpretar a un personaje diferente cada vez que aparece, lo cual en principio no es malo, pero sí un poco desconcertante. Mónica Regueiro empieza bien la mañana después, con ritmo y manejo de la situación, pero tiene la mala suerte de que luego le tocan dos de las escenas más flojas de la función. Por el contrario, Irene Anula protagoniza el llenapistas de la noche, el tema más celebrado y recordado, pero cuando los ánimos se tranquilicen, parece que ella se tranquiliza en exceso. Pero con ansias, muy raro. A Bárbara Grandío la vimos demasiado crispada, con las manos rebeldes y a la espera de coger el punto al personaje.


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