lunes, 18 de mayo de 2015

Edipo Rey (Teatro de la Abadía)

Voy a ser tan directo como lo es la propia función: Edipo Rey es una de esas obras que justifican por sí solas la perveniencia del teatro (hasta nos dan ganas de escribir “Teatro”), aunque, como contrapartida, cuestiona la necesidad de seguir escribiendo: después de Sófocles, para qué. Si me pongo aristotélico (lo cual no sería del todo inapropiado) diría incluso que el montaje de Alfredo Sanzol culmina la búsqueda del teatro ideal. Cierto que Edipo Rey es mi obra preferida de teatro de siempre, y que admiro a Sanzol sin restricciones, pero ni en mis mejores fantasías podía imaginar que el resultado iba a ser tan logrado. Si me pongo egocéntrico (lo cual es menos pertinente) pensaría que de alguna manera Sanzol ha adivinado qué es para mí el teatro esencial y lo ha subido a las tablas construyendo un hito para mi particular historia de la escena.

Ahora vamos a alejar un poco la perspectiva y aclararé que este Edipo Rey no es para todos los gustos (al final los aplausos fueron generales, pero más contenidos de lo que un espectáculo de este calibre creemos que merecería). Situar a todos los personajes alrededor de una mesa sin que apenas haya movimiento, con la mesa misma y las sillas como toda escenografía y escasa interactuación entre los intérpretes, es una decisión tan audaz como arriesgada. Podría haber salido una cosa muerta, estática y fría. Y sin embargo, de alguna manera Sanzol logra que esta opción redoble el efecto trágico, que la contención radical se transforme en un raudal de sentimientos que en la parte final logra un efecto catárquico que no se veía venir y, quizá por ello, afecta al espectador de una manera tan profunda.

La puesta de Sanzol es mínima, casi imperceptible. La iluminación de Pedro Yagüe es un prodigio de refinamiento, acorde con el espíritu de la representación, sin hacerse notar. Lo mismo sucede con la música de Fernando Velázquez, que en ningún momento se impone, pero que ayuda a marcar el ritmo y el tono. El vestuario de Alejandro Andújar es libre y coherente en su diversidad, su utilidad es hacer que los actores se sientan más cómodos e integrados en sus papeles. Con estos elementos y una extraordinaria atención por los detalles, que aquí cobran una relevancia casi metafísica, Sanzol enhebra una función en la que no sobra nada, pero también en la que no se echa en falta una mayor expansión: teatro sin teatralidad.

Y es que Sanzol, excelente autor, ha comprendido algo que muchos colegas directores parecen no comprender: que con un texto como Edipo Rey y unos buenos actores, la principal función del director es desaparecer. Visto lo visto, parece que el público y la crítica también tiran por otro tipo de teatro, pero da igual: nosotros contra el mundo. La versión de Sanzol es vivaz, rotunda, cercana y a la vez elevada. Respecto a su dirección de actores, como ya hizo en Esperando a Godot, Sanzol parece elegir su reparto a la contra. A varios de los intérpretes de este montaje los asociamos directamente con papeles de comedia, pero demuestran que pueden ser trágicos de primera categoría (una vez más, se demuestra que quien puede hacer bien comedia, puede con todo). Juan Antonio Lumbreras puede no tener el aspecto de un héroe clásico, pero su vulnerabilidad aparente esconde una fuerza que en la primera parte de la obra le permite exhibir poderío y determinación. Más tarde, cuando haya sido derrotado por el destino, será la viva imagen de la tragedia, pero también conservará su dignidad. A falta de efectos, su mirada perdida es una lacerante anticipación de la caída.


Eva Trancón es una Yocasta impetuosa, luchadora e incapaz de asimilar el desastre que se le viene encima. En todo momento mantendrá la figura (no es casualidad que su final tenga lugar fuera de escena). Natalia Hernández (que no podía faltar en nuestra obra ideal) es la voz de la moderación, intenta imponer la razón en un momento en el que los sentimientos y las sospechas parecen acabar con cualquier intento de prudencia. Los coros que Trancón y Hernández recitan al unísono tienen un extraño efecto perturbador, como si el más allá se manifestara de manera muy terrenal. Paco Déniz demuestra lo importante que es para un actor saber escuchar, y desde luego este montaje es el lugar más apropiado para poder desarrollar esta habilidad. Pero como Creonte también sabe estar en el lugar. Es el único actor que se permite algo más de expresividad en la mesa y que utiliza las manos en su composición, logrando un contraste muy marcado con el resto del reparto. Elena González construye un Tiresias que parece no querer implicarse en el inevitable desastre, que lamenta su clarividencia pero que no puede evitar saber lo que sabe. Por otra parte dará vivacidad a su mensajero y también en este papel será el inoportuno testigo que trae la insoportable verdad. 

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