lunes, 2 de febrero de 2015

Un cuento de invierno (Nave 73)

Decía Arturo Ripstein que mucho antes de que llegara Lars von Trier con su invento del Dogma él ya se las apañaba para sacar adelante sus películas con los elementos más básicos a su disposición. Y es que frente a sesudas teorías sobre puesta en escena y conceptos grandilocuentes, lo cierto es que lo que importa son las materias primas; y en teatro está muy bien poder contar con una gran producción que te resuelva la multitud de dificultades que surgen a lo largo de la puesta en marcha de un montaje, pero a fin de cuentas una obra exitosa no necesita más que un buen texto, unos actores capaces, un director con las cosas claras y mucho trabajo. Con las lecciones de Cheek by Jowl bien aprendidas, Carlos Martínez-Abarca ha hecho de la necesidad virtud y de su versión de Un cuento de invierno una función tan modesta como disfrutable.

Desde el principio está claro que Martínez-Abarca quiere dejar atrás cualquier intención de pomposidad para centrarse en lo que Un cuento de invierno tiene de más juguetón, un relato contado por un niño para entretener y encandilar. Y gracias a este estilo ligero y afable el espectador puede dejarse llevar por un Shakespeare apto para todos los públicos, con una historia de reyes y princesas, de viajes exóticos y personajes simpáticos, con desiertos, bosques, tormentas y osos. Nada es verosímil ni ganas de ello. Buscar cualquier coherencia no sería solo inútil, sino no entender de qué va todo esto. Quizá no haya una profundidad exigente ni un despliegue de efectos, pero sí una muestra de teatro esencial que busca el corazón del drama.

A lo largo de toda la función el director sabe utilizar lo que tiene a mano para elaborar escenas sugerentes en las que una luz bien puesta puede evocar todo un escenario completo. Todavía recordamos la espectacular escena de la fiesta en el montaje de Un cuento de invierno dirigida por Sam Mendes que pasó hace unos años por Madrid, y el contraste no puede ser mayor: lo que allí era un desaforado despliegue escénico aquí se apaña con un mantel, como si fuera un picnic en la Casa de Campo. O la escena de la “reconciliación”, que se resuelve con un vídeo que puede parecer una salida fácil, pero como tiene gracia y desparpajo, se integra bien.

Aunque el conjunto de la obra está muy bien ensamblado y en general el reparto no muestra fisuras, por momentos parece que la función va a convertirse en un espectáculo de Carlos Jiménez-Alfaro, tal es su capacidad para llenar el escenario y transformarse en cuestión de segundos en cualquier de la multitud de personajes que encarna. Si como Tiempo ya nos introduce en este mundo mágico en el que el escenario se convierte en un espacio idílico en el que todo es posible, a lo largo de la obra no dejará de sorprender cambiando de tono e incluso se diría que de presencia física en un continuo vaivén que debe ser agotador, pero que Jiménez-Alfaro resuelve con aparente sencillez, como si se tratara de un Puck que se ha equivocado de obra.

El Leontes Carlos Lorenzo al principio nos pareció un poco pasado de punto, demasiado expansivo para una obra que precisamente destaca por su contención. Pero poco a poco fuimos comprendiendo su locura e irremediablemente nos recordó al Arturo de Córdova de Él, bigotito incluido. Un cornudo que se deja llevar por el melodrama y la paranoia hasta encontrar la redención final. Frente a este Leontes desencadenado se sitúa la mucho más serena y firme Hermione de Zaira Montes que transmite esa dualidad que permite tanto comprender los celos de Leontes como estar seguros de su virtud. Su gran momento es sin duda el juicio, en el que Montes se defiende con elocuencia y dignidad.

Como Paulina Rocío Marín comparte con su señora el sentido común y la defensa impetuosa de la inocencia frente a la locura criminal de Leontes. Marín defiende con bravura su papel en la escena en la que presenta al rey a su hija para cambiar radicalmente de tono al encarnar al bobo, con quien quizá hace demasiado evidente su voluntad pasayesca, aunque el resultado cómico es indiscutible. Por su parte, David Lázaro es un Camilo severo y fiel, incluso en su traición, que sabe expresar muy finamente la disyuntiva en apariencia irresoluble en la que se encuentra. Óscar Ortiz es un Políxenes atribulado pero que puede mostrar toda su ferocidad frente a su hijo. Luis Heras y Paula Ruiz forman una pareja que sabe transmitir su pureza e inocencia y que pese a su juventud sabe imponerse.

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