lunes, 1 de diciembre de 2014

Happy End (Sala Cuarta Pared)

En Vida en escena ni tan siquiera contamos el argumento de las obras que reseñamos (para eso ya están los enlaces), por lo que mucho menos destripamos su final. Pero en el caso de Happy End es muy difícil mantener esta precaución, pues si durante toda la representación el tono de esta comedia es muy ambivalente, solo al final cobra su verdadero sentido. En cualquier caso, como después de todo es el espectador quien en última instancia debe sacar sus propias conclusiones, nosotros también mantendremos la ambigüedad.

Y no nos referimos tanto a la cuestión moral que se plantea en la obra, que se queda más en un apunte que en un verdadero intento por profundizar en un tema tan espinoso como la eutanasia, sino a la manera en que Borja Ortiz de Gondra se acerca a este tema a través de la comedia. (Por cierto, que ni en el programa ni en la información disponible en la web de la Cuarta Pared se cita el nombre del autor del texto, no sabemos a qué se debe esta inexplicable falta de mención). Porque Happy End se anuncia como “una comedia muy negra”, pero da la sensación de que a veces Ortiz de Gondra no se atreve a llegar al fondo de la cuestión y tira por un tipo de comedia más amable. Lo cierto es que las mejores escenas, como cuando Ainhoa revela las causas de su desesperación, son aquellas en las que prevalece la ironía más antisentimental, y aunque se repiten esos momentos en los que los personajes ven el abismo y deciden dar un paso atrás, la resolución es tan abierta que se podría calificar tanto de valiente como de complaciente.

Como apuntábamos, Ana Pimenta se reserva el papel más jugoso. De primeras puede parecer distante y errática (¡qué menos!), pero poco a poco va descubriéndose su verdadero rostro. Se quita su máscara de descreída desesperada y, superando una moral autoimpuesta muy poco pragmática, acaba por ganarse la vida en otro de los momentos más brillantes de la función, una paródica confesión que desvirtúa los tópicos del happy end para mostrarlos en todo su absurdo. La contención de Pimenta contrasta con la expansión de Xabi Donosti. Nos da la impresión de que últimamente la figura del “vasco” está sustituyendo en la comedia española la función tradicionalmente reservada al andaluz. Obviamente aquí no hay premeditación, pero lo cierto es que el público se entregó desde el principio a Donosti (“ese es el más vasco”, escuchamos comentar a alguien). Su Martín comienza siendo un buen tipo para convertirse en un pobre desgraciado, otro desheredado que no ve más solución que el fundido en negro. Pero Donosti no pierde en ningún momento la atracción del hombre bueno (en el doble sentido) superado por las circunstancias y manipulado por Gabriela. Esta es todavía más arisca que Ainhoa, y Garbiñe Insausti no le da más resquicio que el de su propia depresión. Fría y distante en todo momento, a veces recuerda al Walter Matthau de Primera plana, dispuesta a cualquier cosa para que no se le escape un cliente.


Iñaki Rikarte, quien en André y Dorine ya demostró una sensibilidad extraordinaria, se las arregla para no cargar las tintas en lo que la obra podría tener de más tremendista, y juega con un humor más sutil, centrándose más en las relaciones personales que en temas que podrían despertar interesantes temas de conversación, pero también convertirse en proclamas para convencidos. Por eso, más allá de nuevos convencionalismos, Happy End acaba por ser una comedia simpática. Cuando se lee el argumento se piensa que es una buena idea, que tiene “buena pinta”. Luego el desarrollo puede no ser lo que esperábamos (lo cual suele ser buena señal), pero después del apagón, cuando se vuelve a ver a los personajes, la sensación de respiro del público es palpable. Una cosa es apostar por el humor negro y otra ser un suicida. 

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