lunes, 17 de noviembre de 2014

El juego del amor y del azar (Teatro María Guerrero)

En los últimos tiempos Josep Maria Flotats ha combinado piezas de cámara (como La cena o La mecedora), con otras obras más ambiciosas (Beaumarchais), aunque su último estreno fue el divertimento La verdad. El juego del amor y del azar se podría considerar como una mezcla de estos tres estilos: por una parte Flotats mantiene el tono intimista, recogido, de sus obras-entrevista. La estructura planteada por Marivaux le permite construir cada escena como una conversación privada en la que los participantes siempre buscan conservar un secreto y permanecer apartados del resto de los personajes. Pero la producción de El juego es esplendorosa, con esos decorados deslumbrantes de Ezio Frigerio y ese vestuario fulgurante de Franca Squarciapino, apunta hacia un estilo de teatro más espectacular.

En cualquier caso, El juego del amor y del azar es sobre todo una loa a la alegría de vivir, de enamorarse, de disfrazarse, de apostar y ganar. Hay en toda la función una sensación de ligereza que transmite bienestar: desde nuestra posición podíamos apreciar las reacciones del público, y se notaba una sensación no ya de simpatía hacia los personajes, sino, ¿cómo decirlo?, de buen rollo. Y es que, como se veía en L'esquive, la obra de Marivaux, pese a ser tan representativa de un lugar y una época muy determinados, sigue conservando su capacidad para encandilar al espectador actual. El ingenio, la habilidad dramática y el fondo de romanticismo son más que suficientes para que por unas horas nos dejemos llevar. Aunque...

Flotats, como deja claro en sus palabras de presentación, es muy consciente del doble juego que se trae Marivaux a la hora de conjugar un “alto” estilo con manifestaciones mucho más “pedestres”, lo que se puede resumir en una unión entre la tradición de la comedia sofisticada francesa y el teatro de la comedia del arte. Lo cierto es que en el tercer acto, cuando Silvia ya ha descubierto el pastel pero decide continuar con el juego, todas esas conversaciones respecto al amor y la posición en la sociedad se nos hacen un poco reiterativas. Por eso agradecemos tanto las incursiones llenas de desparpajo de los criados, que dan a la función un toque de locura que le viene muy bien para no caer en lo empalagoso.

Rubèn de Eguia tiene libertad para dar rienda suelta a un Arlequín desmadrado e histriónico, dispuesto a tirarse al suelo en cuanto tiene la menor oportunidad. Disparatado y desatado, sus intervenciones siempre suponen un soplo de aire fresco entre tanto encorsetamiento. Su pareja, la falsa marquesa de Mar Ulldemolins, está igualmente irresistible como criada con ínfulas sobrevenidas, y casi cada una de sus ocurrencias es recibida por el público con regocijo. Vicky Luengo es todo dulzura y brillo, transformando a la caprichosa Silvia en una mujer decidida e independiente. Bernat Quintana es un galán clásico con dificultades para disimular su alcurnia. En este sentido, Flotats ha sabido sacar todo el partido posible a este rico tiovivo de engaños, en el que nadie es quien pretende ser, pero donde los más sibilinos resultan ser los mayores burlados. Para completar el reparto, Enric Cambray aporta sus ganas de enredar y Àlex Casanovas da autoridad y liberalidad como padre benevolente y el mayor de los guasones.


La función se cierra con un trueno que nos avisa de que la dulzura de vivir pronto llegará a su fin. Pero antes Flotats parece haber preferido quedarse al margen de revoluciones. Desde que se alza el telón, el espectador queda seducido por la belleza de los decorados. Y ya no saldrá de este estado de encantamiento. Todo está cuidado al detalle, es delicado, fino. Los diálogos fluyen con elegancia, las escenas tienen un tempo preciso, los enredos se resuelven con gentileza. Incluso los gags cómicos se deslizan con naturalidad. Es un teatro de otro tiempo, que podemos admirar e incluso, ya, ver con nostalgia. Pero ¿es posible permanecer ajenos a lo que tormenta que se nos viene encima?

jueves, 13 de noviembre de 2014

Cuando deje de llover (Matadero Madrid)

Ir al teatro nunca es algo rutinario para nosotros. Pese a numerosas decepciones y torturas, siempre conservamos algo de esperanza, la mente abierta a encontrarnos algo diferente. Pero lo cierto es que hay épocas en las que se hace más difícil mantener las ilusiones. Una mala racha, un mal día, unas perspectivas poco halagüeñas. Así que hay ocasiones en las que nuestra mayor anhelo es que la duración de la obra sea menor de la anunciada. Puede sonar cínico, pero quizá tener las expectativas bajas también pueda ser de ayuda. Así, cuando te encuentras con una buena obra, esta adquiere tintes de revelación. En los momentos de desengaño, después de ver un engendro alemán, por ejemplo, es recomendable recordar estas sorpresas, cuando tuviste tan claro por qué te gusta tanto el teatro.

Cuando deje de llover puede parecer una obra al rebufo de ciertos temas de actualidad que han conquistado la ficción hasta convertirse en tópicos manidos y ya un poco cansinos, pese a su primario poder de convulsión y emoción: la pederastia y el alzheimer. Pero la escritura de Andrew Bovell es tan sutil, tan pudorosa, que el espectador no detecta en ningún momento la explotación de la fórmula ni el morbo, sino que reconoce a personas reales, con todo su dolor, sus frustraciones y sus miedos. De igual manera, la estructura de la trama puede sonar artificiosa, con todos esos cambios de espacio temporal y físico, imbricados a través de referencias cruzadas y repetidas, un poco al estilo de Las horas. Pero la elegancia de Bovell se manifiesta en la facilidad con la que estas capas de realidad se superponen. Al principio es confuso y el espectador tendrá que poner mucho de su parte para seguir el hilo de la historia, pero cuando da con la clave, todo se vuelve claro y coherente, aunque no vendría mal volver a ver la obra ya avisado de sus secretos desde el principio.

Este inicio es un solo prodigioso de Ángel Savín. No somos muy aficionados al teatro narrativo, pero cuando un actor toma la medida de su personaje y es capaz de encandilar al espectador con el solo poder de su voz y de una historia sencilla, hay que presentar armas. Además, el relato de Savín se convierte en una red que irá expandiéndose hasta cubrir toda la narración. Julián Fuentes Reta sabe conducir con mano segura el progreso de la historia, con puntas de emoción que no se le van de las manos y una gran habilidad para evitar la dispersión a través de concisas soluciones de dirección. Con escenas desconcertantes en un principio, desbordantes de sentimiento según se van desarrollando, el espectador tendrá que ir completando un puzle en el que las piezas se van dando la vuelta poco a poco, con saltos hacia delante y hacia atrás, y que solo cobrará pleno significado en la última escena, una preciosa reunión que sirve como expiación colectiva.

Y lo cierto es que la función está repleta de bellas imágenes. La escenografía de Iván Arroyo está plenamente integrada con el texto de Bovill, consiguiendo hacer sencillo lo que parece casi imposible de llevar a las tablas, con tantas transiciones y cambios de perspectiva. Pero si la escenografía es eficaz, la iluminación de Jesús Almendro es milagrosa, un despliegue de recursos simples pero de gran calado que dan a este montaje un sello propio e inolvidable. Escenas como la de Gabriel y Gabrielle en la playa, bajo el cielo rojo, o la de la ascensión a la montaña, son memorables composiciones que conjugan una impacto visual aturdidor con un desarrollo dramático conmovedor. Es una lástima, pero tenemos que apuntarlo, que el sonido no esté a la altura del resto del montaje*.

Una obra como Cuando deje de llover se merece un reparto a la altura, y el de este montaje parece atravesado pero el fulgor de la historia. Si para el espectador es gratificante (podríamos decir catártico, ya que hablamos de teatro) asistir a una representación como esta, para un actor debe de ser una experiencia que marque. Susi Sánchez, como esa Gabrielle adulta y perdida, está una vez más pletórica. Su personaje es el que más puede remover al espectador, pero Sánchez prefiere alejarse de la obviedad, ni tan siquiera reclama compasión. Es fuerte en su decadencia, ligera en sus evocaciones, resuelta en su determinación. Felipe G. Vélez es un Joe fantástico, comprensivo con Gabrielle y siempre dispuesto a ayudar, incluso cuando la rendición es inminente. Ángela Villa, la Gabrielle joven, es mucho más desenvuelta, con un toque algo chabacano, decidida a que nadie vuelva a hacerle daño nunca más. Su relación con Jorge Muriel es una pequeña y perfecta historia de amor, como una canción de los Smith, y Muriel, que como traductor de la obra se tiene que conocer todos sus secretos, transmite sus ilusiones y su ansia de respuestas con claridad.

En la otra pareja nos encontramos con Consuelo Trujillo, una Elizabeth madura fuerte y antipática, incapaz de reconocer sus errores. Más tarde comprenderemos de donde viene su resentimiento, pero al principio parece fría y desdeñosa. Trujillo, que tiene esa capacidad de las grandes actrices para marcar territorio e imponer respeto, no dejará pasar ni una. Cuando vemos a Pilar Gómez como la Elizabeth joven, la primera impresión no es muy acogedora y solo según se va desarrollando su relación con Pepe Ocio irá cogiendo el ritmo apropiado y la contundencia que se espera de ella. Ocio vive un drama del que es el principal culpable. En ningún momento convierte a su Henry en un monstruo, y su figura se irá gastando hasta convertirse en un espectro. El último personaje en aparecer es Andrew, que no tiene la entidad del resto de los personajes y cuya función es instrumental, pero Borja Maestre no desdeña el papel y le da la gravedad que reclama.

*Ciertamente, el Matadero no es el lugar más apropiado en cuestiones acústicas, y un montaje como el de Cuando deje de llover, "a cuatro bandas", ofrece dificultades extraordinarias. En cualquier caso, nos han asegurado que muchas de las deficiencias del estreno se han solventado con éxito. 


martes, 4 de noviembre de 2014

La calma mágica (Teatro Valle-Inclán)

Qué difícil es trasladar el mundo de los sueños a un escenario. O a un libro. O incluso contarlos. En realidad (y qué de implicaciones tiene este concepto aquí), los sueños deberían quedarse para la intimidad o para esa ciencia recreativa que es el psicoanálisis. Por eso resulta todavía más sorprendente lo que ha logrado Alfredo Sanzol en La calma mágica: que ese mundo absurdo, desconcertante, en el que todo parece pasar porque sí (anatema de la buena construcción dramática), sin embargo funcione y sea percibido por el espectador con total naturalidad. A veces es perturbador, sí, pero esta extrañeza contribuye a la hilaridad. En ocasiones tememos que Sanzol se vaya a meter en un jardín del que es imposible salir sin mancharse, pero la solución siempre es elegante, coherente. Y cuando ya parece que no hay escapatoria, que los personajes se han labrado su propio abismo y el autor no va a poder sacarse más conejos de la chistera, Sanzol se marca un final que deja sin palabras, tan sincero y valiente como emocionante.

Enseguida entramos en materia. Si la escenografía de Alejandro Andújar parece un poco fría, nórdica incluso, la bonita música de Iñaki Salvador nos acoge con una sonrisa de bienvenida. Y la primera escena ya nos deja claro que estamos en el mundo en el que mejor se mueve Sanzol. Habrá hongos y vídeos robados (por cierto, curiosa coincidencia con Haz clic aquí, también en el CDN, aunque no haya más puntos en común), viajes de ida y vuelta y enredos para todos los gustos. El disparate cotidiano, las situaciones alocadas en las que todo el mundo parece actuar como si no pasara nada raro.

Si la interpretación de los sueños es un terreno resbaladizo que ha dado pie a todo un corpus teórico repleto de chorradas, intentar saber qué pretenden los artistas con sus símbolos es todavía más arriesgado. Por ejemplo, Buñuel decía que se lo pasaba en grande cuando leía lo que los críticos había dicho sobre sus películas, por lo común extravagancias todavía mayores de los que el podría imaginar. Así que no nos vamos a meter a elucubrar sobre las intenciones de Sanzol, aunque algunos de sus recursos parecen tópicos del mundo onírico: el que los actores vayan descalzos, animales que hablan, desnudos intempestivos, cambios de escenario sin solución de continuidad... En cualquier caso, todo está integrado. Sanzol da un paso más respecto a las obras episódicas que tan buenos momentos nos ha hecho pasar y de Aventura!, su irregular texto previo. Porque, vamos a decirlo, La calma mágica nos parece su mejor obra. Tiene el humor de sus mejores momentos, una progresión que siempre supera las expectativas, unos personajes bien construidos y un fondo de apariencia ligera pero de implicaciones que a todos nos conciernen.

Lo confesamos desde ya, a Jose Kruz Gurrutxaga lo ficharíamos para cualquier proyecto sin dudar un instante . Su Oliver es un personaje desvalido, pero dispuesto a cualquier cosa por conservar la dignidad. Parece fuera del mundo, pero a la vez es capaz de luchar por conseguir su lugar en el sol. Es uno de esos tipos que nos caen bien desde el principio, al que apoyaremos en lo que sea y al que nos gustaría poder volver a ver pronto, a pesar de su vertiente más desquiciada. Es manso cuando nada le importa, e impetuoso hasta la enajenación cuando cree que están atacando su integridad, enamoradizo que busca en en vano que no se le note, desamparado ante un futuro que es incapaz ni tan siquiera de imaginar.

La Olga de Itziar Ituño de primeras parece una buena persona, aunque como ella misma confiesa, se puede tratar de egoísmo mal entendido. Según avanza la función vamos viendo que su cobardía esconde complacencia, es como si hiciera el mal sin querer, pero sin arrepentimiento. Más lanzado en su inquina es el Martín de Martxelo Rubio. En su reverso también encontraremos cobardía, miedo, pero en su caso quizá esto demuestre que no es tan mal tipo. Es un imbécil peligroso, sí, pero seguramente no un desalmado. Aitziber Garmendia, de apariencia frágil pero resuelta, constituye el complemento perfecto para Oliver, quien encontrará en ella un motivo para seguir adelante. Solo que no se da cuenta de que ella también tiene un lado oscuro oculto por su supuesto idealismo. Todos los intérpretes disparan sus diálogos a tal velocidad que al principio hace difícil incluso seguir el ritmo de los sobretítulos, pero al final nos alegramos de haber visto la versión en euskera de la obra: los actores no pueden estar mejor, y lo inhabitual del idioma le da una capa más de color.

Así llegamos al final de la función. Si hasta entonces el espectador se lo ha pasado en grande con el ingenio de Sanzol, ahora llega el momento de ponerse serios. Y qué arriesgado es este cambio de tono. Qué coraje ha tenido que echarle Sanzol para ponerse a sí mismo en medio del escenario y decir todo lo que tenía que decir. El desconcierto íntimo mezclado con la debacle social que nos rodea. El autor que se encuentra en un momento en el que no tiene nada a lo que agarrarse, en el que dan ganas de olvidarse de todo y conformarse. De ser quien nunca ha sido para ser, aunque sea en estado latente. Tiene que mirar atrás para poder mirar hacia delante, tiene que hacer las paces con los suyos para seguir batallando. Y triunfa precisamente por ser fiel a sí mismo. Porque aunque esto suene a tópico, no hay nada de estereotipado en esta confesión de debilidad por parte de Sanzol, sino agallas y determinación.


lunes, 3 de noviembre de 2014

Testamento (Teatro Valle-Inclán)

Por diferentes motivos, es difícil criticar una obra como Testamento. En primer lugar, y es obvio, porque las circunstancias de su creación son muy particulares. El hecho de que Vickie Gendreau, la autora de la novela en la que está basada, muriera a los 24 años de un cáncer cerebral y utilizara esta terrible experiencia como base para la redacción de su libro, hace que no se pueda ser ajeno a estas circunstancias. Pero es que la obra es tan inane, tan aburrida, tan pomposa, que tampoco nos es posible ocultar lo decepcionante de la experiencia. El tercer motivo es que este lamentable ciclo de Una mirada al mundo nos ha dejado exhaustos. Y con todo lo que está pasando empezamos a pensar cosas raras y a lo mejor se nos calienta la boca. Así que mejor no empezar a decir inconveniencias. Seremos breves.

Eric Jean ha querido dar al montaje de Testamento un aire elegíaco, convertirlo en una despedida que mezcla de celebración y agonía. Pero lo que le ha salido es un revoltijo que, pese a la fuerza de su tema, en ningún momento llega al espectador. De hecho esta obra es la demostración palpable de que ese tipo de poesía que se regodea en expresiones malsonantes y pretendida transgresión, no es capaz de ocultar que en realidad sigue siendo cursi, que es el peor tipo de poesía. En repetidas ocasiones el texto trata de crear un impresión de elevación, de trascendencia, pero es una pena que simplemente sea grandilocuente y un poco ridículo.


Para amenizar la velada abundan las canciones (por suerte no de Leonard Cohen), en general bien interpretadas, pero que no consiguen escapar al aire de banalidad de toda la obra. También hay diversas monerías que tratan de dotar de algo de fondo lo que es pura superficialidad, pero en ningún caso pasan de ser tiros con pólvora mojada. Los intérpretes, muy jóvenes, deberían contagiar verdad, pero se mueven con desgana, con esa rebeldía impostada que tanto molesta en la publicidad y que en un teatro todavía canta más. Eso sí, cosas peores hemos visto en este ciclo, y sin embargo la claque se mostró más fría que en cualquiera de las otras funciones. Será agotamiento.