martes, 21 de octubre de 2014

Carne viva (La pensión de las pulgas)

Estamos de acuerdo: es mejor morir con dignidad que vivir siguiendo las premisas de Paolo Coelho. Y sin embargo, algo bueno tenía que tener el hombre. Porque si sus banalidades pretenciosas dan como resultado, aunque sea a través de la burla, cosas como Carne viva, habrá que agradecérselo. Pero tampoco exageremos, que aparte del leitmotiv de “el universo conspira”, poco más debe Denise Despeyroux al autor brasileño. En una obra tan juguetona como esta, en la que la narración salta una y otra vez y los personajes van entrando y saliendo en un aparente caos, es necesario mantener algunos hilos de continuidad que entretejan la trama. Y si lo del universo es lo más llamativo, la habilidad de Despeyroux está en ir sembrando la obra de detalles que casi pasan desapercibidos (los errores lingüísticos, los saltos al cuello), pero que de menara subliminal forjan la unidad.

A lo mejor le pasa a todo el mundo, pero tuvimos la sensación de que nuestra sucesión de acontecimientos era la más apropiada. En nuestro grupo la función empezó en la comisaria, lugar simbólico en el que sin cargar las tintas se refleja el estado actual del país: a veces es mejor tomarse los contratiempos con ironía que con ira. Así, lo de los cortes de luz puede ser metafórico, pero da pie a gags divertídisimos, como la conversación telefónica con Endesa. En poco más de media hora asistimos a una historia en apariencia completa, con guiños autoconscientes a argumentos de telenovela y una trama criminal que sin embargo se queda al margen, mucho más irrelevante que los problemas para pagar las facturas.

En la comisaría, que además de la primera escena fue nuestra preferida, el centro de la acción lo ocupan Agustín Bellusci y Sara Torres. Ya que tres actores argentinos (también está por allí Fernando Nigro) interpreten a agentes de la policía nacional introduce un escenario algo disparatado, y que Torres no sepa lo que significa CNP dice mucho sobre las intenciones burlescas de la situación. Bellusci vive en una doble (o cuádruple) vida y en todo momento tiene que enmascarar sus sentimientos y sus propósitos, con escaso éxito, todo hay que decirlo. Torres también se percibe en todo momento como fuera de lugar, expulsada e incomprendida. Y si el conflicto era latente, al llegar el policía terminal y mimado, Font García, la situación se enquista. Cuando aparece Joan Carles Suau, el Niño Índigo, el disparate ya se habrá apoderado por completo de la escena. En una obra basada en un equilibrio prodigioso y un sentido del tempo magistral, la coordinación entre los intérpretes se sustenta en un delgado alambre, pero son capaces de mantenerse en pie y que el espectador deje atrás cualquier preocupación por la verosimilitud.

La siguiente escena tiene lugar en la clase de baile. Una vez más Despeyroux juega con los arquetipos, a los que dota de algo de excentricidad no solo con propósitos cómicos, sino también para mantener alerta al espectador. Ahora ya sabemos parte de la historia, y cuando aparece la china italiana deprimida encarnada por Huichi Chiu, pese a su malhumor y sus quejas, podemos comprenderla. Despeyroux, que ha debido pasárselo bomba escribiendo la obra, se permite una escena de baile tan gratuita como antológica con la música de Titanic de fondo(otro gran horror que pertenece a la misma categoría de Coelho). Si en la comisaría la autora había barajado las cartas del folletín con hijos perdidos y reencuentros lacrimógenos, aquí la cosa va de amores imposibles. El policía de Fernando Nigro vuelve a aparecer en ese desacato a la autoridad que suponen sus mallas y se une a la hipnóloga interpretada por Vanesa Rasero para recrear una pasión que no se mira a los ojos. Ambos mantienen la farsa a raya, combinando vis cómica y seriedad trascendente.

Y si en la anterior escena vemos a una médium capaz de cualquier cosa por recuperar a su amante, cuando pasamos a la sala de espiritismo descubrimos el bicho que hay en ella. Que sea una adivinadora argentina con perfecto acento español es una broma (interna) más, como parece esa llamada telefónica que es un timo de manual. Pero quienes se apoderan del desenlace (al menos para nuestro grupo, aunque parece el ideal), son Carmela Lloret y Juan Vinuesa. Esta vez el horror vendrá de la mano de Mecano y el punto de fuga con una canción interpretada a dúo que es tan patética como regocijante. Si la obra es un continuo transvase entre códigos genéricos y parodias encubiertas, ahora el juego se explicita en la relación sadomasoquista más extraña que se pueda imaginar. Se ve que el universo toma extraños caminos por los que expresarse.

Se podrían buscar interpretaciones complejas para el material de Despeyroux, como esas dimensiones solapadas que cobran significado solo al completarse. La interacción entre el texto (que a la vez tiene sentido pleno en cada escena y brechas abiertas que abren nuevas posibilidades), los actores (que pese a tener un solo papel, parece interpretar diferentes tipos en cada ocasión, incluso sin moverse del sitio) y los espectadores (que sí se mueven) es lo que provoca una simbiosis que daría para consideraciones acerca del tiempo, el espacio e incluso el destino. Pero nosotros preferimos quedarnos con la sensación de irreverencia que transmite toda la obra. Es cierto que Despeyroux tuvo una buena idea (adaptarse a los escenarios de La pensión de las pulgas para crear una obra multifacética), pero no se quedó en lo que podría haber sido un vacuo ejercicio de prestidigitación. El oficio a la hora de elaborar diálogos absurdos y redondos, la buena mano para llevar a los actores desde la seriedad hacia la exaltación, la capacidad para sacar todo el partido a las situaciones más trilladas, dan fe del dominio de la autora y directora para crear universos muy personales.


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