viernes, 31 de octubre de 2014

MBIG (Pensión de las pulgas)

Ha querido la casualidad (y qué lamentable empezar a hablar de una obra de Shakespeare con una frase como esta) que sea justo hoy, día de las brujas, o algo así, cuando hablemos de MBIG, la terrorífica versión de Macbeth que ha creado José Martret para La pensión de las pulgas. Es sabido que Shakespeare da para todo, y Macbeth es una de sus obras más complejas y ricas en interpretaciones, de las que ya hemos visto unas cuantas. Pero lo que hace Martret es potenciar su lado más siniestro, más espeluznante, y convierte la historia en un cuento de terror capaz de asustar sin trucos, tan sutil cuando hace falta como impactante y turbadora: Macbeth en los infiernos.

Lo cierto es que al principio de la representación nos vimos un poco descolocados. Esto de ambientar la historia en el mundo corporativo parecía indicar una actualización de la obra. Por suerte no es así, pero de todas maneras la parte referente a los altos negocios es irrelevante. Hay que saber entrar en Shakespeare, hacerlo propio y sacar unas conclusiones personales, pero en él ya se encuentran todas las posibilidades que quepa imaginar, y si intentas añadir texto propio, en el mejor de los casos va a quedar superfluo y decorativo. Por eso, aunque el trabajo de Raquel Pérez es encomiable, toda esa parte nos parece innecesaria y la obra ganaría si se suprimiera.

Y es que además el propio Martret demuestra a lo largo de todo el montaje que se puede ser liberal respecto a Shakespeare sin necesidad de caer en el libertinaje. Por ejemplo, que sean dos las brujas (aunque siempre se haga referencia a tres), queda perfectamente natural y no hacen falta más explicaciones. Sobre todo cuando esas brujas son Pilar Matas y Maribel Luis, unas señoras de toda la vida (aunque aparecen en cualquier fotografía de los años 60, todavía es posible verlas en cualquier calle de Madrid, siempre en parejas, como la Guardia Civil), capaces de poner los pelos de punta. La iluminación y el sonido están muy bien, pero lo que de verdad impresiona es su presencia, esa capacidad para no parpadear durante minutos, es invocación a lo más terrible que hay en el interior de cada uno de nosotros.

Aunque la versión de Martret no tiene excesivos cortes, todo parece suceder a un ritmo acelerado, sincopado. Al conocer el argumento, podemos disfrutar de los detalles, de las pequeñas variaciones, de las partes en las que se ha incidido. La ambición, la duda, el remordimiento, el fracaso, son grandes temas que se pueden ir de las manos. Pero aquí todo está resuelto de manera elegante, con contención. Cuando nos metemos en el mundo de Macbeth ya no hay espacio para la retórica ni los juegos florales: todo es acción y tirar para adelante sin dejar un momento para respirar. Además, las características de La pensión de las pulgas hacen que la representación se convierta en algo personal, tan físico y real que no hay espacio para la teatralidad: todo es inmediato, urgente. El espacio escénico creado por Alberto Puraenvidia va más allá de la escenografía, es una forma integral de entender el teatro. Incluso los cambios de escenario se ven como algo lógico, coherente con una idea conceptual.

Precisamente, todas las interpretaciones parecen controladas, como llevadas en un tono medio, discreto. Pero solo para que las explosiones de Macbeth sean todavía más contundentes. En este sentido, el trabajo de Francisco Boira es admirable. Es toda una experiencia ver cómo se va consumiendo poco a poco, pasando de ese guerrero invencible a un despojo incapaz de alzar la mirada, aunque batalle hasta el final. Aunque algunas transiciones sean un poco bruscas, Boira puntúa a la perfección cada ataque de rabia, cada temblor más en en ese terremoto emocional en el que está inmerso. Cuando sufre espasmos es como si un demonio se apoderara de su ser. Por cierto, a veces la representación nos recordó a El exorcista y no parece casualidad que se repitan algunas referencias bastante evidentes.

Pese a que Macbeth sea un personaje tan poderoso, muchos montajes han preferido centrarse en el personaje de Lady Macbeth, sin duda una fuente inagotable de interpretaciones. Es un personaje tan esquivo, tan difícil de comprender y a la vez tan universal que se ha convertido en un referente para todo tipo de adaptaciones. La Lady Macbeth de Rocio Muñoz-Cobo empieza siendo una seductora capaz de cualquier cosa para conseguir sus objetivos, una encarnación del Eros y el Tánatos, si nos ponemos pelín pedantes, repleta de carnalidad y ansias de gloria. Con el crimen consumado, Muñoz-Cobo enriquece al personaje dotándolo de humanidad. No es mala porque Shakespeare la haya dibujado así, sino que tiene aristas y convicciones. En la escena de la locura, uno de las grandes momentos del teatro universal, torna su exuberancia en pudor, y de manera delicada, desaparece.


Como decíamos, el resto del reparto ejerce como contrapeso a la ebullición de Macbeth. Esta contención hace que al Banquo de Andrés Gertrudix, que tiene una aparición espectral memorable, le falta algo de presencia, e igualmente el Macduff de Jorge Suquet tiene que aceptar la noticia de la muerte de su familia con demasiada frialdad y vencer a Macbeth con más soberbia que rabia. Raquel Pérez gana en la última parte, cuando devastada por los acontecimientos impone su fidelidad a la desesperación. Julio Vélez no tiene demasiado espacio para el lucimiento, pero cumple en su papel de Duncan. Javier Mejía posee un porte británico que le va muy bien a su Ross, al que dota de saber estar, mientras que el Malcolm de Javier Ruiz de Somavia parece algo fuera de lugar al conocer el asesinato de su padre, pero se muestra mucho más desenvuelto cuando acepta atacar a Macbeth. 

lunes, 27 de octubre de 2014

The Valley of Astonishment (Teatros del Canal)

Parece una broma, pero no lo es: hace tiempo leímos un libro sobre mnemotecnia que indagaba en conceptos como el de “palacio de la memoria” y estudiaba el diseño de algunos teatros isabelinos (el Globe y otros diseñados por Íñigo Jones) para concluir que estaban pensados como recreación de las teorías mnemotécnicas de la Antigüedad. La broma es que no recordamos el título del libro y por mucho que hemos buscado no encontramos ninguna referencia al mismo. Alucinaciones más elaboradas hemos tenido. Al menos esto nos permite algunas elucubraciones gratuitas. Porque definir al teatro como palacio de la memoria no nos parece en absoluto desatinado. Un teatro puede ser muchas cosas, y visitarlo como un lugar de reencuentro, como un espacio en el que los espectros toman forma, es de lo más sugerente. Allí siempre se producirá el reconocimiento, incluso cuando nos sorprenden, hay algo de íntimo, de perdido en nuestro interior que, una vez ganados por el hechizo, podemos recuperar y entender finalmente, sin necesidad de abstracciones ni explicaciones. Es lo que de manera cursi pero real se suele calificar como “la magia del teatro”.

En The Valley of Astonishment las referencias son claras, desde el memorioso Solomon Shereshevsky inmortalizado por Luria en La mente de un mnemonista a la obra de Oliver Sacks (que definitivamente se ha convertido en un personaje muy presente en la cultura popular, como demuestra El eco de la memoria). La figura de esas personas capaces de recordar hasta el menor detalle de su existencia, al igual que la de los sinestésicos, es sin duda fascinante. Pero, como le pasó a Shereshevsky en la realidad y a Samy Costas en la función, es muy fácil caer en la atracción de feria, en fijarse solo en el fenómeno y dejar atrás la parte turbadora de su existencia, su incapacidad para adaptarse a un mundo en el que les es difícil integrarse. Aunque sea complicado pensar en lo que supone poseer una capacidad tal, no es difícil imaginar el sufrimiento que provoca la incapacidad de olvidar.

Una vez más, Peter Brook y Marie-Hélène Estienne demuestran que para hacer teatro de primera categoría no hace falta alardear. Al contrario, todo se reduce a unos pocos elementos, a lo más esencial, a buscar la pureza de la verdad. Un escenario limpio, con unas sillas y una mesa que sirven para todo, una iluminación que solo se hace presente al estallar en colores cuando el sinestésico pinta los cuadros que ve en la música, y precisamente unos músicos que puntúan la acción sin hacerse notar, pero siempre con la nota apropiada. La función es breve, pero ajustada, no se necesita ni más ni menos. Hay una trama general que sigue la vida de Costas en unas cuantas escenas que van desde la comicidad inicial hasta el derrumbe de la parte final. En unos pocos diálogos, con una naturalidad que no tapa la trascendencia del menor de los gestos (la forma de caminar, la entonación, la caída de hombros), asistimos a esta fabulosa narración por historia en la que, como decíamos al principio, se produce un reconocimiento que va mucho más allá de la conmoción ante un suceso sorprendente: es nuestro propio misterio el que se dilucida en escena.

Para interpretar a Samy Costas Brook y Estienne han contado nada menos que con Kathryn Hunter. En físico y verborrea Hunter recuerda a Fran Lebowitz, y en ingenio y capacidad para provocar la carcajada tampoco le anda muy lejos. Aunque algunos trucos facilitan lo que podría ser una tarea imposible, no deja de asombrar la capacidad de Hunter para recrear la prodigiosa memoria de su personaje, en una muestra más de la conexión existente entre mnemotecnia y teatro. Hiperactiva en los momentos de descubrimiento, capaz de transmitir toda su fragilidad y temor cuando se ve empujada a las tablas, digna de conmiseración al ser incapaz de controlar su don (ahora convertido en maldición), Hunter encarna los postulados del teatro de Brook como tiene que ser, sin que se note. Junto a ella Marcello Magni (que no solo sale airoso de la improvisación durante la escena del mago, sino que se lleva al público de calle) y Jared McNeill acumulan personajes y melodías con una fluidez que nunca rompe el ritmo.


Nos da la sensación de que muchos espectadores van a ver las obras de Brook como si fuera una clase magistral. Y es cierto que siempre se aprende algo, que en sus montajes vemos la mejor expresión de lo que para nuestro gusto es el teatro en estado puro. También esperamos que los profesionales aprendan de sus lecciones y las apliquen a su propio trabajo. Pero The Valley of Astonishment es mucho más que una obra a la que admirar con frialdad y a base de raciocinio. Hay otras formas de hacer gran teatro, y un estilo completamente opuesto podría ser el de Complicite, pero los lazos de unión entre esta compañía y The Valley no son casualidad. En el fondo, todos hablan el mismo idioma. 

Gasoline Bill (Teatro Valle-Inclán)

Vamos a intentar no usar palabras gruesas... Pero es difícil, y eso que ya han pasado unas cuantas horas, pero nos sentimos... ni tan siquiera podemos hacer comparaciones que eleven la categoría, aunque sea por comparación indeseada, de esta cosa titulada Gasoline Bill. De momento nos limitaremos a reproducir las expresiones de un espectador mientras se dirigía a la salida durante los aplausos (¡porque los hubo!): “¡Vaya mierda!, ¡vaya mierda!”. Y, tras dar unos pasos más, añadió: “¡Vaya mierda!”.

A lo largo de... la cosa, miríadas de personas habían ido abandonando la sala en una proporción jamás vista, y muchos más nos quedamos entre aturdidos y curiosos por saber hasta dónde podía llegar el despropósito. Para decirlo todo, también es verdad que algún sector del público se reía con ganas, pero si la cosa era ya de por sí incomprensible, esta hilaridad se nos escapa por completo. Porque podemos comprender que a nosotros no nos haga gracia un gag que otros encuentren divertidísmo, pero no que hubiera gente que se riera de situaciones que, las miraras por donde las miraras, no tenían la menor gracia. A lo mejor era un simple caso de histeria colectiva.

Muchas movimientos “artísticos” del siglo XX se definieron precisamente por odiar el arte y buscar su destrucción, y lo que ha quedado ya lo sabemos todos. Al parecer esta gente lo que pretende es destruir el teatro, y bien que se acercan a su propósito: después de ver esta cosa, pocas ganas quedan de volver a pisar una sala en la vida. Ni tan siquiera los detractores más acérrimos del teatro podrían pensar que tamaña porquería fuera posible. Algo así solo puede salir de la mente de alguien que odia el teatro y a los espectadores con una furia psicópata. Parafraseando a Ser o no ser, esta gente hace con el teatro lo mismo que Hitler hizo a Polonia.

Ya desde el principio, cuando los actores se bajan del escenario y es imposible verlos, con lo que la función del espectador se limita a leer los sobretítulos, sabemos que nos caen mal. Y luego todo va a peor, es una mala cosa (no podemos decir que sea mal teatro), con malas intenciones y destructiva. Ni tan siquiera el innombrable en sus peores momentos ha llevado las cosas tan lejos. Porque si la mayor parte del tiempo lo que dicen son chorradas grandilocuentes y sin sentido, gracietas de parvulario mezcladas con grandes temas para darse tono, cuando se ponen a hablar de teatro es indignante. Uno, dos, tres... nada de palabras gruesas. ¿Que el espectador se pone a pensar en dónde ha perdido la pluma? Pero por supuesto, *** ***, pero porque lo que estás haciendo es una *** ***.


Si esto fuera política, se exigirían responsabilidades. Dimisiones y destituciones. Pero como el teatro es algo serio, lo que pedimos es ejecuciones sumarias. Que se encargue una obra y salga rana, pues qué le vamos a hacer, pero que haya una persona o un equipo dedicados a buscar obras por “el mundo” para que después nos traigan esta bazofia sin la menor categoría artística no tiene justificación. Cada ciclo de “Una mirada al mundo” tiene sus altibajos, pero lo de este año está siendo catastrófico. Incluso si dejamos aparte nuestras manías personales, Gasoline Bill ha sido la gota que colma el vaso. Y esperemos que no quede sin consecuencias. 

martes, 21 de octubre de 2014

Carne viva (La pensión de las pulgas)

Estamos de acuerdo: es mejor morir con dignidad que vivir siguiendo las premisas de Paolo Coelho. Y sin embargo, algo bueno tenía que tener el hombre. Porque si sus banalidades pretenciosas dan como resultado, aunque sea a través de la burla, cosas como Carne viva, habrá que agradecérselo. Pero tampoco exageremos, que aparte del leitmotiv de “el universo conspira”, poco más debe Denise Despeyroux al autor brasileño. En una obra tan juguetona como esta, en la que la narración salta una y otra vez y los personajes van entrando y saliendo en un aparente caos, es necesario mantener algunos hilos de continuidad que entretejan la trama. Y si lo del universo es lo más llamativo, la habilidad de Despeyroux está en ir sembrando la obra de detalles que casi pasan desapercibidos (los errores lingüísticos, los saltos al cuello), pero que de menara subliminal forjan la unidad.

A lo mejor le pasa a todo el mundo, pero tuvimos la sensación de que nuestra sucesión de acontecimientos era la más apropiada. En nuestro grupo la función empezó en la comisaria, lugar simbólico en el que sin cargar las tintas se refleja el estado actual del país: a veces es mejor tomarse los contratiempos con ironía que con ira. Así, lo de los cortes de luz puede ser metafórico, pero da pie a gags divertídisimos, como la conversación telefónica con Endesa. En poco más de media hora asistimos a una historia en apariencia completa, con guiños autoconscientes a argumentos de telenovela y una trama criminal que sin embargo se queda al margen, mucho más irrelevante que los problemas para pagar las facturas.

En la comisaría, que además de la primera escena fue nuestra preferida, el centro de la acción lo ocupan Agustín Bellusci y Sara Torres. Ya que tres actores argentinos (también está por allí Fernando Nigro) interpreten a agentes de la policía nacional introduce un escenario algo disparatado, y que Torres no sepa lo que significa CNP dice mucho sobre las intenciones burlescas de la situación. Bellusci vive en una doble (o cuádruple) vida y en todo momento tiene que enmascarar sus sentimientos y sus propósitos, con escaso éxito, todo hay que decirlo. Torres también se percibe en todo momento como fuera de lugar, expulsada e incomprendida. Y si el conflicto era latente, al llegar el policía terminal y mimado, Font García, la situación se enquista. Cuando aparece Joan Carles Suau, el Niño Índigo, el disparate ya se habrá apoderado por completo de la escena. En una obra basada en un equilibrio prodigioso y un sentido del tempo magistral, la coordinación entre los intérpretes se sustenta en un delgado alambre, pero son capaces de mantenerse en pie y que el espectador deje atrás cualquier preocupación por la verosimilitud.

La siguiente escena tiene lugar en la clase de baile. Una vez más Despeyroux juega con los arquetipos, a los que dota de algo de excentricidad no solo con propósitos cómicos, sino también para mantener alerta al espectador. Ahora ya sabemos parte de la historia, y cuando aparece la china italiana deprimida encarnada por Huichi Chiu, pese a su malhumor y sus quejas, podemos comprenderla. Despeyroux, que ha debido pasárselo bomba escribiendo la obra, se permite una escena de baile tan gratuita como antológica con la música de Titanic de fondo(otro gran horror que pertenece a la misma categoría de Coelho). Si en la comisaría la autora había barajado las cartas del folletín con hijos perdidos y reencuentros lacrimógenos, aquí la cosa va de amores imposibles. El policía de Fernando Nigro vuelve a aparecer en ese desacato a la autoridad que suponen sus mallas y se une a la hipnóloga interpretada por Vanesa Rasero para recrear una pasión que no se mira a los ojos. Ambos mantienen la farsa a raya, combinando vis cómica y seriedad trascendente.

Y si en la anterior escena vemos a una médium capaz de cualquier cosa por recuperar a su amante, cuando pasamos a la sala de espiritismo descubrimos el bicho que hay en ella. Que sea una adivinadora argentina con perfecto acento español es una broma (interna) más, como parece esa llamada telefónica que es un timo de manual. Pero quienes se apoderan del desenlace (al menos para nuestro grupo, aunque parece el ideal), son Carmela Lloret y Juan Vinuesa. Esta vez el horror vendrá de la mano de Mecano y el punto de fuga con una canción interpretada a dúo que es tan patética como regocijante. Si la obra es un continuo transvase entre códigos genéricos y parodias encubiertas, ahora el juego se explicita en la relación sadomasoquista más extraña que se pueda imaginar. Se ve que el universo toma extraños caminos por los que expresarse.

Se podrían buscar interpretaciones complejas para el material de Despeyroux, como esas dimensiones solapadas que cobran significado solo al completarse. La interacción entre el texto (que a la vez tiene sentido pleno en cada escena y brechas abiertas que abren nuevas posibilidades), los actores (que pese a tener un solo papel, parece interpretar diferentes tipos en cada ocasión, incluso sin moverse del sitio) y los espectadores (que sí se mueven) es lo que provoca una simbiosis que daría para consideraciones acerca del tiempo, el espacio e incluso el destino. Pero nosotros preferimos quedarnos con la sensación de irreverencia que transmite toda la obra. Es cierto que Despeyroux tuvo una buena idea (adaptarse a los escenarios de La pensión de las pulgas para crear una obra multifacética), pero no se quedó en lo que podría haber sido un vacuo ejercicio de prestidigitación. El oficio a la hora de elaborar diálogos absurdos y redondos, la buena mano para llevar a los actores desde la seriedad hacia la exaltación, la capacidad para sacar todo el partido a las situaciones más trilladas, dan fe del dominio de la autora y directora para crear universos muy personales.


lunes, 20 de octubre de 2014

Ilíada (Teatro Valle-Inclán)

Ay, Musas, ¿por que me habéis abandonado? Esta es una de esas situaciones en las que te sientes como el conductor que se pregunta qué hacen todos los demás coches yendo en dirección contraria. Porque, sí, reconozcamos los méritos de esta puesta en escena de la Ilíada y valoremos el esfuerzo y tal, pero hay que admitirlo: si hubiera durado un poco más habría bajado yo mismos a acabar de una vez por todas con Héctor. Era él o yo. Y sin embargo, al parecer, fue apoteósico. Homérico!, claro. Incluso descontando la hipocresía del público teatral, se nota que no, que sí, que ha gustado. Peor para mí.

Como a partir de aquí los selectos (mejor calificarlos así que de escasos) lectores de este blog habrán desistido de continuar, nos vamos a permitir algunas divagaciones. Comenzaremos con un grandísimo pecado: no hay emoción. Porque habrá virtuosismo, entrega, inventiva. Pero a mí me dejó frío. Siempre he sido brechtiano, incluso antes de aficionarme al teatro, y sin embargo, en momento así, me pregunto: ¿no sería la vida del espectador teatral más feliz antes de Brecht? Porque, señores, está bien eso del distanciamiento y de darle una vuelta a las convenciones, pero ¡esto es Homero! Por cierto, que tampoco hay épica, al menos la genuina. Y también, que el teatro épico está muy bien, pero aquí pedimos otra cosa.

Eso, un poco de respeto, se lo ruego. Que los dioses son de cachondeo, pues casi mejor borrarlos del mapa en lugar de convertirlos en mamarrachos. Que las guerras son muy malas, pues sí, padre, eso ya lo sabemos. Que la emoción es una cosa cursi y que viva la ironía y somos muy modernos, pues conmigo no cuentes. Porque el teatro tiene que ser algo más. Sí, volvemos a la emoción. Llega una escena cumbre, una conmovedora despedida, una muerte trágica. El actor sublime, la actriz transmutada... Y entonces (acabemos por siempre con los “entonces”), se ponen a narrar como si tal cosa, con esa manía de leer acotaciones. Y menos mal que no se ponen con las notas a pie de página. Que como recurso lo de que sean los actores los que narren la historia, pues no está mal, pero estar así cuatro horas, cansa. Muchos trucos para luego tirar por el camino más fácil. Así no.

Porque se lauda el trabajo agotador de los actores, pero también debería reconocerse el esfuerzo del espectador. En serio, que un día nos va a dar algo. Aquí, con tanta cháchara (y las Musas nos perdonen por hablar así de Homero, que Él no tiene la culpa) y tanto ir y venir, el dolor de cabeza era inevitable. Y la velocidad a la que hablaban... vale que hay que meter todo el jaleo (y luego acuso a los demás de irreverencia, es que) en cuatro horitas, pero es que a veces parecía una screwball comedy. Lo de Agamenón es de traca, qué capacidad para soltar sus discursos sin necesidad ni de respirar. Eso sí, daban ganas de decirle: “pero callate un poquito, boludo”.

Uno de los aspectos en los que la literatura es superior al teatro es en la opción de elegir prioridades. La Ilíada, ese monumento de la Humanidad, esa cima de las Letras, esa inmortal Obra, tiene extensos fragmentos repetitivos que proporcionan ese inigualable placer que supone saltarse páginas (aunque, en este caso, sin la recompensa añadida de sentir remordimientos). Pero en el teatro no podemos disfrutar de esta fuga (lo de estar entrando y saliendo de la sala estaría muy mal visto). Claro que siempre queda la opción de ponerse a pensar en la cena o tararear interiormente, pero no es lo mismo, y también acaba aburriendo. Me gustaría saber cuánta gente de la que se puso en pie y lanzó bravos a diestro y siniestro (por un momento temí verme inmerso en un ataque de ménades) no se había pasado media función regurgitando. Pero bueno, no estamos aquí para juzgar a las personas. Y las obras, pues al parecer tampoco es que las entienda muy bien. O será que soy más de la Odisea.


lunes, 13 de octubre de 2014

Cancún (Teatro Infanta Isabel)

Para muchas personas unas vacaciones en Cancún deben de ser algo así como el paraíso en la tierra. Para otras tantas, es una imagen del infierno. Y quizá por los mismos motivos. Cuando vamos a ver una comedia de Jordi Galcerán sabemos que nos vamos a encontrar con alguna sorpresa, y en Cancún resulta que el choque viene no tanto de unos giros argumentales algo forzados, sino al encontrarnos con que puede ser una misma persona la que ame y odie Cancún. Y, claro está, cuando hablamos de Cancún estamos hablando de la vida.

Al principio de la función nos situamos en el lado bueno de la foto, alegría, desenfado, personajes desinhibidos, mucho cariño y besos para todos. Pero solo con eso no podemos llegar a la hora y media. Así que no tarda en surgir el conflicto. Una confesión descuidada, un desliz que desencadena una riada de reproches, y ya tenemos armado el lío. Enseguida tendremos uno juegos espacio-temporales y materia de sobra para el equivoco y las situaciones más disparatadas. En realidad el juego no se aleja mucho de planteamientos como el de La vida en un hilo, la obra maestra de Edgar Neville (nos parece que es un mejor referente que la explícitamente citada Peggy Sue se casó), y aunque Galcerán siempre tiene gracia e ingenio, creemos que en Cancún no logra sacarle a la historia todo el partido que prometía.

Lo más extraño es que siendo Galcerán un maestro de la estructura dramática (sus armazones siempre son a prueba de bombas), aquí se dejé llevar un poco por las soluciones más fáciles, como ese recurso casi final a las teorías de Einstein para explicar lo que no necesitaba mayor desarrollo. De igual manera, algunas de las reacciones de los personajes nos parecen poco convincentes, hay escenas que están muy bien en sí mismas, pero que tienen poca imbricación con el conjunto de la obra. Así, el momento de la explosión de Vicente Romero está perfectamente escrita e interpretada, pero no nos la acabamos de creer. Lo que antes era todo un amor, de repente es un rencor violento. Y de acuerdo que pueden producirse estos ataques de rabia por un odio contenido, pero no porque le vengan bien al autor.

Así seguirá pasando durante toda la obra: las situaciones incómodas, entre oníricas y turbadoras que provoca un suceso sin explicación, pueden hacerse algo indigestas, y sin embargo cada escena tiene sabor e ideas refulgentes. La dirección de Gabriel Olivares sigue con respeto las líneas maestras del texto sin atreverse a darle un mayor toque de locura, quizá temeroso de que la situación se le vaya de las manos. Como ya hacía Gerardo Vera con El crédito, Olivares ha preferido mantener una supervisión casi invisible que permite el lucimiento de los actores y que pretende evitar las situaciones más incómodas por el simple procedimientos de pasarlas por alto. La opción es legítima y más teniendo en cuenta que se trata de una obra con una franca intención comercial. El resultado es en gran medida satisfactorio, aunque quizá se quede corto.


Pero Olivares sabe que además de con el seguro de vida que supone un texto de Garcelán también cuenta con unos estupendos actores. María Barranco da perfectamente el tono entre ingenua y maquiavélica, sin temor a abusar de su innata vis cómica, a la que además añade unas gotas de malicia muy auténtica. Vicente Romero salva las contradicciones de su personaje haciendo casi un doble papel, al que sin embargo dota de un carácter único e identificable. Aurora Sánchez también está en el punto justo que se sitúa entre la comedia más descarada y el control de daños, manteniendo la compostura hasta la última réplica. Francesc Albiol va ganando peso según avanza la función y saca todo el partido a los momentos en los que su personaje puede demostrar lo que de verdad siente.