lunes, 8 de septiembre de 2014

Jugadores (Teatros del Canal)

El profesor saca de una caja algunos objetos que ha espigado de la habitación de su padre, muerto recientemente. Cada objeto viene con un recuerdo y un comentario, hasta que saca un cinturón, al que solo dedicará una mirada fugaz y apartará sin más. Poco después el profesor empieza a meter todos los objetos de nuevo en la caja. El barbero le dice que no comprendo cómo ha sido capaz de hacer lo que ha hecho. El profesor recoge el cinturón y lo vuelve a guardar. Este es el teatro que nos gusta, el que no abusa de la narración, el que es capaz de sugerir con un gesto más de lo que se explica en un parlamento de cinco minutos, el que abre posibilidades de interpretación y hace al espectador partícipe de lo que está pasando.

Lamentablemente, en Jugadores nos encontramos más a menudo con un tipo de teatro descriptivo, en el que los personajes nos cuentan sus vidas, lo que ha pasado e incluso lo que va a pasar. Las cosas quedan bastante claras, pero hubiéramos preferido más confusión y menos historias. El Pau Miró escritor lo hace muy bien al configurar este cuarteto de desgraciados e introduciéndonos en su vida de miseria y dolor, pero le falta valentía para dejar al Miró director espacio. Todo esta perfectamente calculado, pero echamos de manos algo de aire, que la realidad se introduzca en la vida de estos perdedores y nos los haga más cercanos.

Porque, sinceramente, todo esto de los fracasados nos cansa un poco. Todo queda bastante claro cuando vemos que estos jugadores son como Dostoievski, que no juegan para ganar, sino para perder. Y por eso quizá no habría que insistir. No es que haya que centrarse, no sé, en las estrellas del espectáculo o en los vencedores de las guerras cotidianas, pero no vendría mal un poco de alegría en el alma, algo más que ese continuo y machacón blues de hombres que no levantan cabeza, un poco al estilo de Mamet. Por eso en la parte final la cosa se anima, parece que vamos a tener algo de acción... Y de repente la puerta se cierra y se acabó la función. Qué mal sientan los de repentes.

De todas maneras, nos da la sensación de que la obra podría haber sido mucho peor, lo que puede que no suene a gran halago, pero en resumidas cuentas significa que vale la pena. Sobre todo por los actores, los cuatro fantásticos. Miguel Rellán, en estado de gracia permanente, es el profesor (queremos decir que lo es, verdaderamente). Ese tipo de personaje que decíamos que ya está exprimido hasta quedarse seco él lo revitaliza con sus toques de melancolía, primero de resignación y más tarde de rebeldía ante su destino de infertilidad. Cada vez que se sale del papel (del arquetipo, de lo que se espera de él), conmociona y revuelve al espectador. Si el personaje es un desalmado (sin alma), Rellán lo nutre de espíritu.


A Ginés García Millán, al contrario, en un principio no le veíamos mucho en este papel de tabernario, broncas y cobarde. Pero lo cierto es que se adueña del enterrador y también lo enriquece por su cuenta, traspasando las líneas del lugar común para, como quien dijera, dotarle de un corazón. Jesús Castejón también borda a su pequeño burgués venido a menos. Estos personajes a los que todo les sale mal más que a la compasión a menudo mueven a la burla, no se puede ser tan cenizo. Pero Castejón da la vuelta a la situación y con simpatía y empatía hace que nos pongamos de su lado. Sin lujos, pero siempre nos tendrá para lo que necesite. Luis Bermejo, al que por desgracia no vemos en su momento cumbre (el de su personaje, el actor), tiene descaro y habilidad para hacerse con sus compañeros y con el público. Si esto fuera un periódico deportivo diríamos que los cuatro conforman “un póquer de ases”. Mejor corramos un tupido telón. 

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