martes, 7 de enero de 2014

El cojo de Inishmaan (Teatro Español)

Qué fácil es esto del teatro. Si alguien recién llegado de una isla perdida del Atlántico apareciera en el patio de butacas del Teatro Español y presenciara un función de El cojo de Inishmaan, probablemente pensaría que qué juego tan divertido. Y tan sencillo. En un momento de la obra, uno de los personajes dice que los actores no trabajan, pues solo se dedican a hablar, y eso lo hace cualquiera. Nuestro isleño saldría del teatro con la misma impresión, pero no solo acerca del oficio de actuar: escribir una obra y ponerla en escena también parece pan comido. Y sin embargo sabemos que nada más difícil que conseguir esa fluidez, esa naturalidad que hace que todo resulte sencillo; esa simplicidad de las obras redondas.

Parece que Gerardo Vera paulatinamente ha ido depurando su concepto de la dirección, dejando atrás la teatralidad para concentrarse en lo esencial. Sin llegar a los extremos de El crédito, en la que se sabe que hay director porque lo pone en el programa (y esto lo decimos como elogio), aquí todos los elementos de la puesta en escena están llevados a su mínima expresión. La música es casi imperceptible y la iluminación es plana, mientras que la escenografía de Alejandro Andújar es meramente indicativa, sin apenas incidencia en el desarrollo dramático. De igual manera, Vera se guarda de hacerse notar, pero su buen pulso está presente en momentos tan logrados como el de la sesión de cine, en el que el continuo movimiento de los actores dota a la escena de un ritmo interno que evita el estancamiento. Como es habitual, el trabajo más duro se plasma sin llamar la atención.

Vera sabe que puede utilizar este perfil bajo porque cuenta con los principales elementos que de verdad importan en una obra de teatro: un texto brillantísimo y un reparto sin mácula. El texto de Martin McDonagh, en una versión de José Luis Collado en la que solo patinan algunos coloquialismos que suenan muy falsos en castellano, demuestra lo justificada que está su comparación con Beckett, más allá de los atajos fáciles. El isleño del que hablábamos al principio no tendría muy claro si El cojo es un drama (un dramón, de hecho), o una comedia (y divertidísima, además). Como ya nos pasó en la puesta de Agosto que dirigió Vera, nos embarcamos en un vaivén emocional que tan pronto nos sumerge en la más honda desolación como nos eleva a la liberación de la carcajada incontenible. Hay que ser muy hábil y tener mucho tiento para no pasarse por los extremos ni acabar haciendo mezclas indigestas, y tanto McDonagh como Vera dan una lección de alquimia.

La función se abre con un diálogo mitad costumbrista mitad beckettiano entra Marisa Paredes y Terele Pávez. (Con esta frase ya está justificado el ir al teatro). Ambas muestran una excentricidad sin aspavientos, dando el tono de lo que será la constante de la obra. Paredes parece ajena a este mundo, posición que se acentuará a lo largo de la representación, mientras que Pávez es más expansiva, pero no mucho más cuerda. Ambas conforman una pareja a la que Vera ha sazonado con cierto mihurismo.

Pero si Paredes y Pávez tienen rendido al público desde el principio, cuando aparece Enric Benavent ya arrasa con todo. El estrafalario y cotilla personaje de Johnnypattenmike se merecía un actor que hiciera honor a su desparpajo, y Benavent multiplica sus posibilidades por mil. Sus inocuas historias sobre ovejas sin orejas se convierten en apasionantes relatos llenos de gracia; sus inesperadas apariciones detrás de las puertas en golpes insuperables de comicidad; y su mano a mano con su alcohólica madre de noventa años, la irresistible Teresa Lozano, es sencillamente antológica.


Así las cosas, Ferran Vilajosana no lo tenía nada fácil para enfrentarse a su complejo papel de Billy el Cojo y a estos magníficos actores. Pero resuelve las incomodidades físicas con elegancia, con discreción, como es marca de este montaje; y los altibajos de su personaje siempre manteniendo el perfil adecuado. Incluso en el momento más melodramático, que luego se descubrirá con truco, mantiene la entereza y la finura que dignifican a su maltratado personaje.

IreneEscolar tiene la mala suerte de que a su personaje le hayan tocado los diálogos peor traducidos y que lo que su personaje debería tener de soez por momentos parezca tourrette, pero tiene la capacidad de dejar intuir ternura tras la dureza de su personaje, y sobre todo unas ganas de imponerse a un entorno que no le va a facilitar para nada la vida. Adam Jezierski es un pesado con muchísima gracia y una soltura que le permite moverse con descaro entre un reparto de primerísimo nivel. Marcial Álvarez y Ricardo Joven comparten en sus personajes cierto hinchamiento que debe venir desde la dirección y que desentona un poco con la modulación conceptual de la representación y del resto de los actores, pero que contribuye a su caracterización.


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