lunes, 4 de noviembre de 2013

Los amores de la Inés / La verbena de la Paloma (Teatro de la Zarzuela)

Hasta la persona más ajena al mundo de la zarzuela ha oído hablar de La verbena de la Paloma. Y no solo eso, sino que, aunque no lo sepa, también conocerá muchos de sus temas. Por no hablar de giros que han pasado a la lengua común, como lo de “las ciencias adelantan que es una barbaridad”, “una morena y una rubia” o “dónde vas con mantón e Manila” (quizá origen del habitual error gramatical, por cierto). Como pasa con Arniches, ya no se sabe que vino primero, si la representación o la realidad, pero el hecho es que el casticismo de la obra sigue siendo perfectamente reconocible y disfrutable.

Para José Carlos Plaza debe de ser una gozada montar espectáculos como esta sesión doble de Los amores de la Inés y La verbena de la Paloma. Pero no es uno de esos directores que se solazan en el autohomenaje ajenos a cualquier concesión al público. Ese goce también se trasmite al patio de butacas, que disfruta con unas zarzuelas magistralmente ejecutadas, dos obras de precisión en las que todo funciona a las mil maravillas. Si tienes unos textos redondos, unos músicos de gran solvencia y unos cantantes-actores de primera categoría, ya solo queda empezar a jugar y disfrutar de principio a fin.

Los amores de la Inés es un pequeño sainete de argumento mínimo y mucho salero. Los diálogos de Emilo Dugi se sobreponen a lo banal de la premisa y en la escasa hora que dura la representación el espectador se deja llevar por una gracia de otro tiempo que todavía sigue funcionando. La parte musical, nada menos que obra de Manuel de Falla, es escasa, pero da espacio para el lucimiento de Susana Cordón y Enrique Ferrer, que rinden homenaje a la grandeza de la música con unas intervenciones melancólicas y poderosas. También destaca en el apartado cómico el Fatigas de Juan Carlos Martín y el saber estar de Santos Ariño.

Ariño repetirá papel en La verbena de la Paloma, pues de una manera sutil Plaza da continuidad a las dos obras introduciendo algunos de los personajes de Inés en La verbena. Seamos claros, Inés es una curiosidad muy agradable y que vimos con satisfacción, pero todos estábamos esperando lo mismo. Porque no somos unos expertos en zarzuela, pero La verbena de la Paloma es un monumento, da igual de qué género hablemos. Y desde los primeros compases, empezamos a sentir ese placer que quizá solo el gran teatro musical transmite.

La música de Tomás Bretón tiene ese genio que no se sabe de dónde viene, pero que cala en el subconsciente colectivo hasta convertirse en una banda sonora compartida que va más allá de épocas y lugares determinados. Por su parte, el texto de Ricardo de la Vega sabe sintetizar de una manera prodigiosa una manera de ser y de hablar no ya de forma naturalista, porque una expresividad tan fresca y creativa es a la fuerza fruto de una gran inventiva, sino diríamos que generadora por sí misma de una manera de identificarse. Si existiera el nacionalismo del barrio de La Latina, La verbena de la Paloma sería su himno. 

 Y el montaje está a la altura de las expectativas. Para abrir boca, Enrique Baquerizo ofrece un Don Hilarión irreprochable, bien caracterizado, muy suelto en la escena y que clava sus intervenciones, tanto las musicales como las cómicas. Cuando sale Damián del Castillo parece que su Julián va a ser un aguafiestas, pero solo hace falta que se ponga a cantar y ganarnos para la causa. Otro momento que a nosotros nos produce reparos, por motivos personales, es la intervención de la cantaora. Pero no podemos más que admitir la grandeza de María Mezcle, que al final se llevaría una de las mayores ovaciones del público.

Muy a menudo nos encontramos en las zarzuelas a las que asistimos con María Rey-Joly, y será porque sabemos que su presencia ya es una garantía. Su Susana tiene todo el poderío que se le demanda, y ya sabemos que Rey-Joly es una cantante extraordinaria. En la parte cómica, nos rendimos anta la tía Antonia de Amelia Font. De hecho, si la obra no fuera destacable en tantos aspectos, arrasaría con la función. Sus intervenciones descaradas, agónicas, al borde del ataque de asma, tienen una gracia irresistible.

Si Plaza domina la puesta en escena con una sabiduría y un control matemático, la parte musical no es para menos. La orquesta dirigida por Cristóbal Soler es enérgica, juguetona, impetuosa. La escenografía de Francisco Leal es un homenaje a la pintora Amalia Avia, y si en Inés no da mucho juego, en La verbena adquiere una dimensión mucho más elaborada, con continuos juegos de perspectiva y movilidad. Leal también se ocupa de la precisa iluminación, mientras que debemos citar la labor de Pedro Moreno en un vestuario tan familiar como la propia zarzuela, y a la vez tan ejemplar.


Lo único malo que podemos decir de la función se refiere a parte del público. Cada vez odiamos más la costumbre de abandonar el teatro mientras los actores están saludando. Y parece una costumbre cada vez más extendida. Si el público de la Zarzuela, en su mayoría bastante veterano y que en gran proporción “se viste para ir al teatro”, para entendernos, protagoniza lamentables actos como el que vimos el otro día, ya no sabemos qué medidas deberían tomarse. No están las cosas como para listas negras que impidieran el regreso a una sala de teatro hasta pasar por un cursillo de buenos modales, pero de alguna manera habría que afearlo. ¿Luces cegadoras y sonidos atronadores para los que salgan al vestíbulo antes de tiempo? Solo damos ideas. 

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