lunes, 11 de marzo de 2013

Max Black, Teatros del Canal


¿Cuándo desaparecería la (sana) costumbre del abucheo? Darle a una obra su merecido a través de silbidos y pataleos debe de ser un gustazo, pero por desgracia, aparte de en la ópera, esta bajada de humos ya ha dejado de practicarse. Seguramente se deba a la lamentable confusión entre cuestiones personales y profesionales: si se silba una obra, puede tomarse como una falta de respeto al actor o al creador, cuando en realidad lo que debería suponer es una manifestación del desagrado que provoca una mala labor. La supuesta buena educación (que en realidad es mala) nos priva de poner a cada uno en su lugar y, quién sabe, quizá de evitarnos tantas tomaduras de pelo.

Pero después de ver este Max Black, no somos muy optimistas: al final de un tedio de una hora con sus correspondientes fuegos de artificio, el público del Canal aplaudió con ganas y los bravos volaron. La sala estaba medio vacía (bueno, o medio llena), y nos gustaría saber qué porcentaje del público había pagado realmente por su entrada, pero aún así...

Uno de los motivos por el que los hermanos Susmozas odian el teatro es la falsedad del público: por ejemplo, tienen que reírse de cosas sin gracia para que se note que se han enterado. No podemos decir que no hayamos caído alguna vez en esta presunción, pero cuando más odioso se muestra este hábito es cuando el espectáculo es en otro idioma y un actor dice algo totalmente aséptico, tipo “tengo los ojos azules”. Pues bien, siempre hay alguien que se ríe para demostrar que entiende el inglés, el francés o el ruso. 

Así que cuando terminó la función y comenzó la incomprensible salva de aplausos, nuestra duda sobre si el público presente era más falso o más complaciente (en realidad la disyuntiva era otra, pero no vamos a ponernos faltones) no duró mucho: como ya hemos dicho en otras ocasiones, a menudo el público de Madrid demuestra ser mejor actor que los intérpretes que están sobre las tablas. 

Estas manías nos las sacudimos con desdén, pero cuando leemos al muy respetable Vela del Campo que “Sin un actor de la profundidad de André Wilms todo esto (las ocurrencias de Goebbels) se quedaría en agua de borrajas, pero los valores teatrales dan un empaque imprescindible al espectáculo”, nos quedemos como durante la función y como durante las ovaciones: sin entender nada. Dejemos aparte la calidad de Wilms, que por lo visto en esta función no podemos valorar (de hecho, una de las pocas escenas que podían dar juego, la de los usos de la mano, nos parece desaprovechada por él), pero ¿cómo es posible que una acumulación de excentricidades cobre sentido por la actuación de un intérprete, por muy bueno que este sea? ¿Qué valores teatrales son esos de los que habla? Sinceramente, encontramos más verdad teatral en el encabezamiento de una carta de Chéjov que en todo Max Black

Hace unos días Goebbles decía a ese mismo periódico que “el teatro tiene que cambiar y renunciar a ofrecer mensajes e historias. Ya hay demasiadas de las dos. Hay que buscar un teatro que huela, que vaya más allá del texto. No podemos cambiar el mundo pero sí podemos abrir los ojos para que nuestra relación con este mundo sea más crítica”. De nuevo obviaremos algunas menudencias, como que el teatro lleva contando historias desde antes de que se llamara así, desde que el hombre es hombre, diríamos si nos pusiéramos melodramáticos. Nos ceñiremos a su pretensión de, si no cambiar el mundo (y porque no le dejan, que a lo mejor en dos tardes de pone a ello y nos vamos a enterar), de que nuestra relación con este mundo sea más crítica. Patrañas, así de claro. Queda muy bien decirlo (y aplaudirlo), pero que me cuente cómo después de ver Max Black mi relación con el mundo es más crítica. Puedo ser más crítico con la música y el teatro contemporáneo, con los popes de la modernidad, pero ¿con el mundo?

Es como lo de las citas. Pones que tu obra se llama Max Black, como un matemático y filósofo. Luego como no hay historia ni mensaje, igual podría llamarse José García, pero no quedaría igual de bien. Y por si Black no es lo suficientemente famoso (claro, claro, todo el mundo lo conoce), también ponemos textos de Valéry, Lichtenberg o Wittgenstein. Venga, atrévete a meterte ahora conmigo, valiente. Y si no te gusta, es que no has entendido nada. Doble acierto.

Francamente, a veces nos sentimos como señoras con pieles que se llevan la mano a la boca. Se nos escapan frases como “no todo ruido es música” o “no toda palabrería grandilocuente es profunda”. Estamos cerca de la carquería (de carcas), a punto de desistir e ir a ver obras de Arturo Fernández o Bertín Osborne. Pero no, mira, vamos a seguir apostando por el teatro de calidad y criticando sin mordernos la lengua lo que nos parecen imposturas intelectuales. Ese será nuestro derecho al pataleo.  

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