martes, 5 de febrero de 2013

Los huerfanitos, de Santiago Lorenzo


Los huerfanitos es la novela con más ingenio por frase cuadrada que hemos leído en mucho tiempo. Con el punto de partida ya nos frotábamos las manos: tres hermanos derrengados que odian el teatro, a los actores, a los técnicos y al público (y a todos ellos por muy buenas razones), se ven obligados a montar una obra en tiempo récord y con recursos que de tan escasos parecen fantasmas. 

En un principio, la novela de Santiago Lorenzo podría parecer la versión cañí de ¡Qué desastre de función! Pero es que es demasiado cañi para eso. Lejos de nosotros cualquier intento de identificación entre los hermanos Susmozas y la sociedad española, pero sí es inevitable reconocer en ellos y en los magníficos personajes secundarios que pueblan Los huerfanitos a personas reales que todos conocemos. 

Con tal premisa y con esos actores, las opciones son jugosísimas, pero también se corre el peligro de no estar a la altura; pues bien, Lorenzo consigue superar las expectativas y redondear la novela tanto es su aspecto formal como argumental. Porque el estilo, por muy deslavazado y apresurado que pueda parecer a primera vista, está repleto de hallazgos. Siempre consigue dar un toque extravagante a los enunciados más pedestres, sin que sin embargo parezca impostado, sino plenamente natural.

Pero es que además la trama fluye sin que el lector pueda tomarse un respiro. Y como colofón, Lorenzo despliega un morceau de bravure absolutamente brillante en el que las piezas del puzzle diseminadas a lo largo de la novela de una manera sutil cobran sentido y encajan con un virtuosismo que desvela el gran narrador que es Lorenzo. 

Otro gran acierto de Lorenzo es la construcción de personajes. Junto a los Susmozas (un padre teatrero en todos sus aspectos y unos hermanos cada uno con su particular tara, primero más que nada odiosos y poco a poco más humanos, quizá a través del teatro), hay un conjunto de invitados anormales para recordar: el loco Franky y su magra experiencia teatral; la cuñada Laura y sus ínfulas actorales; o los conjuntos de técnicos jubilados y actores aficionados que habitan en el abandonado teatro de la Pigalle y que lo transforman en un escenario de verdad. 

Como es natural, el hecho de que la novela se desarrolle en el mundo del teatro nos la ha hecho particularmente atractiva. Sus pullas y ridiculizaciones de un medio tan proclive a las chanzas no suenan a mala fe ni ajuste de cuentas (aunque nos gustaría saber el nombre de esa actriz que interpretaba hasta las acotaciones). En una escena, Lorenzo es capaz de describir y desenmascarar el negocio que se han sabido montar los “productores institucionales”. Con una frase despelleja a los modernos de la “tribeca” madrileña. 

Pero en el fondo hay ternura, sí, hay que decirlo. Como en el excelente capítulo del cumpleaños de Franky, que por sí solo resume el espíritu y el tono de toda la novela. En él está el humor salvaje, el retrato de personajes patéticos, la descripción más implacable; pero también la comprensión y la compasión.

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