jueves, 3 de enero de 2013

Lúcido (Teatro Valle-Inclán)


Aunque tenemos por principio no contar en nuestras reseñas el argumento de las obras que comentamos (no porque nos parezca algo vulgar, sino porque para eso ya están los enlaces), en el caso de Lúcido esta costumbre se vuelve casi obligatoria: no solo es que la trama vaya a saltos sorprendentes a vuelta de cada escena, es que el espectador nunca llega a saber si está ante una comedia, un drama o una pieza de intriga; y es más, el ambiente es tan extraño que se puede dudar si se trata de un sueño, un cuento o una verdadera recreación. 

Pero nada de juegos metateatrales o de un melting pot de estilos, al contrario. El texto de Rafael Spregelburd es un perfecto artefacto dramático en el que la fluidez y coordinación de efectos logra ocultar un mecanismo preciso. El desvelado gradual de misterios, la configuración de sus excéntricos personajes y la evolución de los conflictos familiares tienen una progresión milimétrica. Y aunque llega un punto en el que el espectador piensa: vaya, con lo bien que iba todo y han tenido que fastidiarla por no saber cómo terminar, con un ovni y todo, resulta que al espectador todavía le queda una escena final en la que todo cobra sentido a través de la emoción.

La dirección de Amelia Ochandiano es audaz en su tratamiento de los diferentes espacios, que empiezan siendo reconocibles ámbitos autónomos, para sutilmente ir mezclando los ambientes, de la misma manera que realidad y fantasía, sueño y vigilia, se van confundiendo. Así, la escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda, en principio de apariencia algo convencional, va haciéndose más comprensible al mismo tiempo que la trama y el espectador puede ir atando los cabos del texto con un necesario apoyo visual. 

Pero si Lúcido es un regalo inesperado, una obra pequeña y modesta que da al público mucho más de lo que se espera, tenemos que decir que el trabajo de Isabel Ordaz se sitúa fuera de categoría. Es curioso que en dos ocasiones hemos visto a esta actriz caerse en el escenario, y en ninguna de las dos estamos seguros de si fue por obligaciones del guión o por torpeza, pero de lo que estamos seguro es de su calidad como intérprete. Al principio parece una Blanche DuBois con hijos igualmente lunáticos, pero poco a poco su excentricidad va venciendo cualquier resistencia por parte del público: si sus momentos cómicos son impagables (atención al momento “foto”), la extraordinaria escena final amplia su despliegue de matices hacia la tragedia más contenida y emotiva.

El resto del reparto, sin contar con un personaje tan redondo como el de Ordaz, se muestra más irregular. Itziar Miranda tiene un papel más lateral, y que sea el más sensato del grupo también le resta atractivo; mientras que el hijo loco, Alberto Amarilla, en algunos momentos exagera demasiado el histrionismo de un personaje que con sus actitudes (y vestidos) ya no necesitaría de más extraversión. Tomás Del Estal sirve como sólido apoyo en los momentos más desquiciados de Ordaz y Amarilla, pero funciona mejor en su papel doméstico que en el un poco superfluo de camarero.

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