lunes, 14 de enero de 2013

La verdad (Teatro Alcázar)


A primera vista, La verdad parece un vodevil de los de toda la vida. Es más, su juego de engaños, amantes, meteduras de patas y personajes egocéntricos es tan francofrancés, que estaríamos tentados de dudar de la propia existencia de su autor, Florian Zeller, y adjudicar su paternidad quizá  a los mismos Josep Maria Flotats y Mauro Armiño, que de tan afrancesados se habrían pasado de rosca. 

Pero no, resulta que Zeller existe, y aunque su obra esté anclada en una tradición ya muy codificada, además apenas supera la treintena. El hecho de que se trate de una obra contemporánea y de un autor joven nos hace atrevernos a lanzar nuestra intuición: y es que, más que a las comedias de bulevar en las que se inscribe la obra, a nosotros a lo que más nos recordó fue a El confidente, aquella extraordinaria película de Jean-Pierre Melville en la que todo el mundo mentía (y, cuando dejaba de hacerlo, moría). Ahí lo dejamos.

La sencillez estructural de La verdad puede ser (esto también) engañosa. Durante la escapada de los amantes, Alicia dice “¿no te resulta esta habitación familiar? Es igual que nuestra habitación de Madrid”. Cada escena supone una sutil variación de la anterior, una vuelta de tuerca que añade más capas a la historia. Sin embargo, el objetivo no es tanto un análisis profundo de la pareja (vale que son franceses, pero cada cosa en su sitio), como una acumulación cómica que tiene sus momentos de gloria en situaciones tan bien aprovechadas como la conversación con la tía o la postrera confesión entre amigos (nos referimos a las partidas de tenis, claro). 

Nuestro mayor reparo ante la función es que se enroca en un solo tema (el juego con el personaje interpretado por Flotats, que cree engañar a todo el mundo y es él el último en enterarse de lo que pasa, provocando esto su justa indignación), por lo que inevitablemente cae en reiteraciones y por momentos la trama se estanca. Dar algo más de aire a los otros personajes, dejar atisbar tramas paralelas hubiera permitido una mayor fluidez y a la vez más riqueza narrativa.

Flotats mantiene una dirección clara, sin cargar tintas, suponemos que para poner toda la carne en el asador en su cometido como actor. Pasado de vueltas lo suficiente para retratar a su ridículo personaje pero sin caer en la exageración, se lleva la función como a él le gusta, con un uso maestro de los gestos y los tonos. Maria Adánez le soporta con compostura y el tono justo de malicia. Kira Miró está por el contrario demasiado contenida. Como por edad no parece una elección muy apropiada, quizá ha querido dar un aspecto de madurez a través de la serenidad, pero no cuaja frente al desenfado de la pieza. 

Para nosotros los mejores momentos de la obra se producen cuando coinciden en escena Flotats y Aitor Mazo. Tanto el contraste entre ambos intérpretes como el juego de doble engaños funciona en estas escenas de una manera de lo más convincente. La ira, los subterfugios y las artimañas del personaje de Flotats se ven contrarrestados por el saber estar y la ironía de Mazo.

Asistimos a la última representación (por el momento) de La verdad, con un teatro lleno y entusiasta. Como decía el viejo maestro de Flotats, Sacha Guitry, el mejor momento para ver una función es el día de su estreno o el de su despedida. Hay algo en sus actores, quizá la melancolía de la despedida, que siempre llega al público. Damos fe. 

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