jueves, 29 de noviembre de 2012

Leviathan (Matadero Madrid)


Podríamos dividir el teatro contemporáneo de vanguardia en tres categorías: las obras en las que los actores se ponen un cubo en la cabeza; las que tienen a los actores todo el rato corriendo; y aquellas en las que se maltrata al público. Leviathan entraría en esta última categoría (aunque también podría inscribirse dentro de las obras en las que los actores se meten dentro de un cubo).

No exageremos, no es nada grave ni excesivamente molesto, pero para personas contenidas y malhumoradas como nosotros, que te estén moviendo de un lado para otro con empujones, que te tiren agua encima o que te pongan cierto tipo de música, no es ningún placer. Vamos, que toda la vida evitando ir a un espectáculo de La fura dels Baus y acabamos picando con Living Structures.

Y es que, estamos de acuerdo, el teatro pasivo es aburrido y antiguo. Hay que participar y que el espectador se involucre en lo que está pasando en el escenario. Pero señores, esto es a nivel intelectual, tener el cerebro a toda máquina ya es suficiente esfuerzo (y suficientemente gratificante). Lo de la actividad física y el verse zarandeado y formar parte del espectáculo, habrá gente a quien le guste, como hay gente que aprecia el arte conceptual, pero nosotros nos enroscamos en el “chorradas” y de ahí no nos mueven ni con bolas gigantes.

Porque supuestamente lo de Leviathan es una obra de gran fuerza visual, de sensaciones (de hecho, dicen basarse en Moby Dick, pero si proclamaran su filiación con los teletubbies serían igual de creíbles). Primero tenemos una música de Verity Standen que asemeja ser profunda, y turbadora y muy inquietante. Pero a nosotros nos pareció poco más que música new age con pretensiones. Y luego las imágenes de Klaus Kruse, todo muy intenso, muy desquiciado. Oh Dios mío (Oh my God!), todo esto es tan perturbador... Solo mírame a la cara. No, en lugar de sensaciones, lo único que nos produce Leviathan son ganas de salir a fumar. 

martes, 20 de noviembre de 2012

Doña Perfecta (Teatro María Guerrero)


Que la nueva etapa del Centro Dramático Nacional, a cargo de Ernesto Caballero, se abra con una obra de Galdós es una gran noticia. No solo porque sea el más importante escritor español desde Cervantes, y que además cuente con una obra dramática todavía por explotar, sino por lo que tiene de símbolo. Se trata de un autor que pese a su grandeza ha tenido que sufrir el mayor desprecio por parte de la “modernidad” y al que todavía hace falta reivindicar: es decir, darlo a conocer, porque defenderse se defiende él solito. También es un buen presagio que la función se inicie con un tren, aunque sea de juguete. Que luego la obra no cumpla del todo las expectativas, es un pequeño chasco.

La feliz idea de abrir Doña Perfecta con un tren se ve prolongada por un brillante recurso de puesta en escena: la utilización de las hermanas Troya como narradoras. La razón de su omnisciencia viene justificada por el desarrollo del relato, y su tono entre burlón y escéptico se ajusta tanto a la personalidad de los personajes como a las necesidades de su labor como comentaristas. Pero antes de que aparezca el título de la obra, todavía tendremos una excelente escena: la llegada de Pepe Rey y del tío Licurgo a Orbajosa: una fantástica manera de entrar en acción.

Enseguida la estructura del montaje queda clara: largas escenas que empiezan de una manera suave para acabar en una confrontación total. Pero es que la misma armadura recorre todo el montaje, que va de menos a más... hasta pasarse de rosca, como ya veremos. Donde mejor queda ejemplarizada esta evolución es en la magistral interpretación de Israel Elejalde, que sabe graduar el proceso de toma de conciencia de su personaje desde un pipiolo de la capital que traga con todo, hasta un airado radical dispuesto a romper con lo que haga falta. El momento esperado de su enfrentamiento con Doña Perfecta queda como el de máxima tensión y es resuelto por el actor con una emoción difícil de olvidar.

Una de las cualidades que hacen de Galdós tan grande es su capacidad para jugar con personajes que funcionan en clave de símbolos (el Pasado, el Progreso, la Iglesia), pero evitando caer en el estereotipo. Al contrario, todos sus personajes son humanos, reconocibles, no se mueven por el capricho del autor, sino que tienen sus propias convicciones y las defienden con el ardor necesario. Se trata de la gran capacidad de comprensión que solo los mejores escritores tienen y que Galdós supo desarrollar a lo largo de toda su vida.

Durante buena parte de la obra, Caballero consigue mantener esta dualidad. Por ejemplo, el don Inocencio de Alberto Jiménez, lejos de ser el típico cura malo y baboso de las obras más pedestremente anticlericales, es algo parecido a esos jesuitas retorcidos que aparecen en las obras inglesas que alertan sobre los taimados papistas. Es simpático, cizañoso, y logra arrimar el ascua a su sardina sin que nadie se de cuenta.

El problema es que en la parte final, cuando la trama lleva a los personajes al extremo, la puesta en escena no logra hacerse con las riendas de la situación. No es casualidad que el bajón coincida con la desaparición de Elejalde, pero el problema mayor es que la obra en si se desboca y ya no volverá a enderezarse hasta el repentino y precipitado final.

Otro aspecto que no nos acabó de convencer de la obra fueron las protagonistas femeninas. Por algo la obra se llama Doña Perfecta, pero aunque Lola Casamayor sepa defender su personaje, tanto Rey como don Inocencio le comen la partida y en cada uno de sus enfrentamientos acaba por retroceder. Y la Rosario de Karina Garantivá, alejada del estilo del resto del reparto, en lugar de optar por el naturalismo, cae en los momentos menos adecuados en el recitado. En las escenas más emotivas, más que expresar una pasión parece estar recordando su texto.

El público acogió la representación con respeto pero sin locuras (vamos, que de haber estado presente el autor, no se lo hubieran llevado a su casa en volandas). Creemos que el CDN está en el buen camino (con algunas reservas expresadas recientemente) y en la programación aparecen estimulantes propuestas que no nos queremos perder. Seguiremos atentos.   

lunes, 19 de noviembre de 2012

Bob (Teatro Valle-Inclán)


Hmmm... Una obra sobre Robert Wilson “uno de los grandes renovadores del teatro de las últimas décadas”, como suele rezar su presentación. Un artista visual, como él mismo se denomina. Una colección de aforismos, alguna anécdota, representación en vivo de diversas teorías (espacio-tiempo, movimiento, zen). No, esto no parece ir con nosotros. Más bien parece cosa de modernos, aunque lo cierto es que no vimos a muchos por el teatro Valle-Inclán (pero sí a un hipster de libro que parecía contratado para dar color: era demasiado perfecto para ser genuino).

Así que Bob lo tenía todo en contra para convencernos. Y no lo hizo. Sin embargo, al empezar consiguió abrirnos la mente. Will Bond aparece en escena y durante un minuto permanece sentado de espaldas al público sin hacer nada. Pues estamos preparados. Pero no, cuando se pone a hablar descubrimos que si físicamente no ha intentado imitar a su modelo, su voz y gesticulación es calcada. Con grititos irritantes incluidos. Pero tiene gracia. Y lo que dice es ingenioso. Su vida como un incomprendido. Después de todo, es un artista americano. De Texas, para más inri.

Pero este esperanzador inicio no tiene continuidad. La dramaturgia de Jocelyn Clarke sobre declaraciones de Wilson se basa en algún que otro recurso reiterativo para dar continuidad y en diversos temas que van pautando la función, pero que ni es un retrato biográfico (tampoco es que lo pretenda, eso es cierto), ni logra profundizar en los principios estéticos o creativos de Wilson. Porque seamos sinceros, lo que dice a veces tiene su punto, a veces su gracia, y en alguna ocasión incluso puede ser revelador, pero cuando se encienden las luces ningún interrogatorio podría hacer que recordáramos alguna cosa importante que hubiéramos aprendido con la obra.

La puesta en escena de Anne Bogart tiene la dificultad de intentar mantener una visión propia y a la vez una referencia evidente al marcadísimo estilo de Wilson. Con solo un actor, una mínima escenografía y un hábil uso de la iluminación de Mimi Jordan Sherin, no consigue dar fluidez a un espectáculo tan fraccionado y si a veces las escenas tienen una pegada poderosa, en otras cae en la dejación. Por ejemplo, después de una de las partes más centrífugas en la que Wilson parece haber perdido el hilo (y, desde luego, el espectador lo hace), viene el relato de una banal anécdota que vivió el director en un aeropuerto alemán. Es una historia intrascendente de las que se cuentan en una cena, pero el público pareció respirar de alivio ante un desahogo tan humano. Y nos parece que este recurso delata la poca entidad del proyecto.

Sin duda lo mejor de la obra es el trabajo de Will Bond, que creemos que fue el destinatario principal de los abundantes aplausos finales. No sabemos si Wilson es un loco o uno de esos artistas que se hacen el loco (aunque tenemos bastantes pistas), pero Bond evita caer en una fácil parodia o en un babeante homenaje. Paradojicamente, su labor de mimetismo se convierte en lo más creativo de todo el montaje y si en algún momento podemos conectar con el personaje, no es gracias al texto ni a la representación escénica, sino a la diversidad de talentos del propio Bond.

De los tres espectáculos que hemos visto en esta temporada de “Una mirada al mundo”, el minifestival que organiza el Centro Dramático Nacional con montajes extranjeros, uno ha sido una pesadilla, otro una decepción y el tercero nos ha dejado fríos. Vamos, lo que viene siendo habitual. Nos gustaría poder seguir asistiendo a esta oportunidad de conocer el panorama teatral que se está desarrollando fuera de España, pero como el ojo de los programadores siga siendo tan perspicaz, mucho nos tememos que acabaremos por abandonar. A lo mejor va a resulta que todo es un complot para que digamos: pues, visto, lo visto, como lo de aquí, nada. 

martes, 13 de noviembre de 2012

La vida es sueño (Teatro Pavón)


¡Atención! El siguiente comentario puede contener blasfemias.

El estreno de Helena Pimenta como directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico con La vida es sueño está siendo uno de los acontecimientos de la temporada. Cartel diario de no hay entradas, aclamación popular, crítica rendida, Blanca Portillo elevada a categoría Patrimonio Nacional... Y sin embargo, a nosotros nos pareció que, junto a los evidentes aciertos, tenía tantas deficiencias que incluso nos hizo plantearnos un par de cosas sobre Calderón y compañía.

Quizá el problema principal esté en nuestra sordera y estemos elevando a categoría de problema universal una discapacidad particular, pero es que nos costaba dios y ayuda entender lo que estaba pasando en el escenario. Y eso que es La vida es sueño, que ya nos la sabemos. Y que dicen que los actores recitan con soltura y claridad. También podríamos echarle la culpa a la acústica del Pavón, pero ya que estamos lanzados, aquí va la blasfemia: ¿y si actualizaramos a Calderón?

De acuerdo, seguramente la CNTC no sería la más indicada para llevar a cabo el experimento. Pero veamos, cuando asistimos a un Shakespeare o a un Molière, lo que se nos ofrece es una versión moderna y accesible, sin embargo con los autores del Siglo de Oro, lo que oímos es algo tan complicado que en una versión crítica impresa las notas ocupan más espacio que el texto. Cierto, con la modernización perderíamos parte de su belleza sonora, pero con un buen trabajo de adaptación ganaríamos mucho en comprensión. Desde aquí nos limitamos a dejarlo caer...

Hecha esta confesión, volvamos a la obra de Pimenta. Aunque la verdad, poco se ve su mano. Y nosotros seríamos los últimos en criticar una dirección invisible. Que se pone en texto en primer lugar y se centra la puesta en escena en el trabajo de los actores: genial. Pero hay que tener cuidado para que este método no degenere en el acartonamiento, y nos tememos que eso es lo que le pasa a este montaje. Hacia el final de la representación, los protagonistas se encierran en una sala del palacio atrancando la puerta desde dentro con un tablón. Pero al rato los rebeldes no tienen problemas en entrar, y no es de extrañar: la puerta se abre hacia afuera. Es un detalle sin importancia, pero creemos que sirve como símbolo de una falta de creatividad que pretende reconcentrar la acción pero que a menudo nos pareció que caía en el embelesamiento del recitado.

Y aquí llegamos a los actores. Marta Poveda es un encanto de Rosaura y David Lorente un gracioso fetén. Fernando Sansegundo parece que lleva haciendo de Clotaldo toda la vida y no nos extrañaría que así fuera en realidad. Joaquín Notario, al que todavía recordamos como un memorable Segismundo, es aquí un Basilio al que se le entiende todo, y eso tiene un gran mérito, aunque aún más lo tenga su poderío y convicción. Rafa Castejón está como débil y Pepa Pedroche como hipervitaminada: quizá no habría sido descabellado que se hubieran intercambiado los personajes y que Castejón se quedara con una Estrella femenina y firme y Pedroche con un Astolfo taimado y decidido.

¿Y ahora qué decimos de Blanca Portillo? A veces nos daba la sensación de que Pimenta se había quedado tan abducida por su interpretación que se había dejado de milongas: mira, le ponemos un foco a la Portillo y listos, ¿para qué más? Nos gustaría encontrar un piropo más castizo, pero solo se nos ocurre decir: Blanca, estás hecha un landmark. A cada escena le sabe dar un tono preciso y diferente. Qué a cada escena, a cada verso. Lo que no entendemos porque o no lo oímos o no lo comprendemos, ella lo suple con su empática capacidad de hacerse ser, no personaje. Sorprende, da la vuelta a escenas archisabidas, descubre que puede seguir encontrando nuevas recovecos en caminos trillados.

Una de las características de los montajes de la CNTC es la oportunidad de disfrutar de música barroca en directo y en pequeño formato, que en esta ocasión nos permitió deleitarnos en algunos momentos de especial ofuscación. Y es obligado mencionar el extraordinario trabajo de Juan Gómez Cornejo en la iluminación, una autentica filigrana que tan pronto consigue transmitir una hiperrealista sensación de luz natural como logra dar tonos expresionistas a las escenas más simbólicas.

Los últimos apuntes serán para la versión de Juan Mayorga, que por momentos diríamos se había escrito a mayor gloria de Portillo, como en ese final en el que se podan algunos de los aspectos más desagradables de Segismundo para que la actriz puede conmovernos con un príncipe que ha alcanzado la sabiduría y la templanza gracias a la compasión.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Concha. Yo lo que quiero es bailar (Teatro La Latina)


Es aparecer Concha Velasco en escena y ya no nos va a dar tiempo ni a respirar. Al principio de este espectáculo autobiográfico, incluso parece que tiene prisa para poder contar todo lo que tiene por delante: el ritmo en el que detalla su infancia, sus primeros pasos, su precocidad artística, va a una velocidad tal que deja espacio para acomodarse. Pero es solo el calentamiento, en cuanto se encuentra cómoda y comienza un juego de complicidad con el público, el ritmo se hace más estable, aunque no haya un momento de pausa.

Por eso, durante toda la función apenas nos da tiempo a pensar (¡lo que es glorioso!), pero hay instantes en los que tenemos que decir: pero, un momento, ¿no se estará pasando? Y es que Yo lo que quiero es bailar es un ego trip solo permitido a grandes estrellas y poetas. Sí, puede que durante un despiste pienses que tanto autobombo puede provocar vergüenza ajena, que hace falta mucha cara para ser tan descarada. Pero señores, la Velasco no engaña a nadie y todos los que estábamos allí sabíamos a lo que íbamos. Y todo el público agradeció que diera lo que se le pedía.

Por ejemplo, nadie estaba allí para ver cantar a la Velasco. A estas alturas la voz da de sí lo que da, y aunque Xavier Mestres le haya enseñado a cantar “en la bemol”, lo que la gente quiere es recordar grandes éxitos y divertirse sin prejuicios, no asistir a un recital. Y lo diremos ya, el trabajo de Mestres y su conjunto es extraordinario. Se nota que este espectáculo ya lleva un largo recorrido y que han perfeccionado su trabajo hasta alcanzar una calidad encomiable.

En el apartado de los grandes momentos nos quedamos con las recreaciones de sus enfrentamientos con Mary Carrillo, una historia de las de siempre de relación amor/odio entre maestra y alumna, pero contada con admiración y humor. También destacaríamos el recuerdo de “La Noche de los Goya” en la que Velasco no teme ponerse en el papel menos agradecido. Por cierto, que si algo valoramos en este espectáculo es que en ningún momento cae en las facilidades de la nostalgia, ni un resquicio para la complacencia o la añoranza de los buenos viejos tiempos.

La estructura de la obra, en la que recuerdos, proclamas y confidencias se entremezclan con algunos de los mayores éxitos musicales de la artista, se fortalece con la base escrita por Juan Carlos Rubio, que logra mantener la frescura de una narración personal con los fundamentos de una sólida estructura dramática. La dirección de José María Pou está a los pies de la actriz y sabe resaltar en cada momento el aspecto más favorecedor.

Como guinda final, no podía ser de otra forma, la chica ye-ye. Desde fuera, un ejercicio kitsch y banal de glorificación. Desde dentro, dos horas de gran entretenimiento en homenaje de una artista excepcional. 

lunes, 5 de noviembre de 2012

Las tres hermanas (Teatro Valle-Inclán)


Cuando nos enteramos de que Donnellan y Ormerod finalmente iban a dirigir una película y que esta iba a ser nada menos que una adaptación de Bel Ami, nos pudo el entusiasmo. Si eran capaces de hacer en cine lo que han logrado en el teatro, podrían revolucionar un arte cada vez más anquilosado. Pero tras ver el resultado, más que decepción sentimos estupor: no solo era una película como las demás, sino que su lujosa apariencia ni de lejos lograba tapar la incapacidad de su actor para poner más de dos caras (y aún así, dos caras poco creíbles). Si Donnellan es un renovador de la puesta en escena y un consumado director de actores, ¿cómo era posible que le hubiera salido una película embalsamada?

Bueno, nos dijimos, es que los grandes directores de teatro no tienen por qué destacar también en cine. Después de todo, Peter Brook tampoco ha sido un realizador puntero. Así que al tener las entradas para Las tres hermanas nos olvidamos del reciente desliz y nos preparamos para lo mejor. Y es que estamos hablando de: Chéjov, Donnellan, una compañía rusa. ¿Ofrece Madrid algo más apetitoso este otoño?

Pero tenemos que ser sinceros. Si no hubiéramos sabido que la dirección estaba en manos de Donnellan, incluso si no hubiéramos sabido que el texto era de Chéjov, seguramente habríamos dicho: vale, muy bien, pero es un poco rollo, ¿no? Así que como ya lo hemos soltado, solo podemos adornarlo un poco. Sí, una puesta sencilla y a la vez compleja, un texto depurado y a la vez evocador, unos actores contenidos y a la vez con una gran capacidad expresiva. Pero es un poco rollo, la verdad.

También tenemos que admitir que si fuéramos directores, Chéjov nos daría pánico. Si sale bien, es sin duda uno de los más grandes, pero es tan fácil resbalar y caer en el aburrimiento que hay que estar muy seguro de uno mismo para atreverse. Ni tan siquiera contando con unos fundamentos tan sólidos como de los que dispone Donnellan asegura salir de la aventura ileso. Una escena demasiado dilatada, un planteamiento en el que no funcione la emoción, y todo se puede venir abajo.

Aunque apartado de sus montajes británicos, Donnellan mantiene su estilo a la hora de ejecutar encadenados suaves entre las escenas (solo hay un par de transiciones marcadas), pero si esto normalmente da un ritmo constante a sus obras, en esta ocasión solo logra mantener un ritmo lento y reposado. Fue extraño que, más marcadamente en la primera parte, la obra nos estaba pareciendo bastante aburrida, y sin embargo la hora y veinte se nos pasó mucho antes de lo esperado.

Eso es lo que pasa cuando una obra se toma su tiempo y prefiere el reposo a la aceleración. Pero en estos casos siempre hay que llegar a algún sitio que justifique la espera, y no es el caso. Porque el principal reproche que hacemos a esta versión de Las tres hermanas es que no nos involucra, que el nihilismo de sus protagonistas (pocas veces habíamos visto una representación tan radicalmente pesimista) no se ve recompensado por una catarsis trasformador, sino que simplemente se queda atascado mientras ve pasar de largo cualquier atisbo de esperanza.

Uno de los grandes alicientes de este montaje de Las tres hermanas es verla representada por un elenco ruso. Pero pasado el primer hechizo, tenemos que confesar, por tópico que parezca, que el modo interpretativo del reparto nos pareció tan frío que por momentos llegó a dejarnos ajenos a lo que sucedía sobre las tablas. Algunos de los actores son extraordinarios, como Alexander Feklistov, cuyo Vershinin da algunas de las pocas gotas de pasión, y las tres hermanas, aunque sea puntualmente, logran defender sus personajes sin caer en demostraciones explícitas. Nosotros nos quedamos con la escena en la que las tres se reúnen y viajan del drama a la comedia y de nuevo a la desesperación sin solución de continuidad.

Siempre que vemos una propuesta de Donnellan y Omerod salimos del teatro deslumbrados por alguna idea, iluminados por una nueva interpretación que nos abre nuevos caminos inexplorados, sorprendidos por una solución de puesta en escena que nunca habíamos imaginado, contagiados por una pasión intransferiblemente teatral. Pero en este caso abandonamos el Valle-Inclán encogiéndonos de hombros.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Hans Was Heiri (Teatros del Canal)


Como últimamente estamos muy susceptibles (sobre todo después de nuestra última experiencia teatral), al ver el tipo de público que poblaba la Sala Roja de los Teatros del Canal nos temimos lo peor. Pero nada de prejuicios gratuitos: es que sus maneras les delataban. Ni la menor cortesía respecto a puertas y colas y una lamentable tardanza en entrar a la sala, lo que provocó que el espectáculo empezara más de diez minutos tarde. Esto en Inglaterra no pasa, dijimos.

Los inicios de Hans Was Heiri no nos hicieron sentir más confianza. La música de Dimitri de Perrot es de la que parece tener como única pretensión poner de los nervios. Y bien que lo conseguirá a lo largo de la función. Si tenemos que ser tajantes, y desde ya, diremos que es lo peor. Pero es que el primer número tampoco es muy estimulante, con esos muñecos que van apareciendo poco a poco y cuyo misterio también se va desvelando lentamente. Muy lentamente.

Luego viene el centro de la obra: el enorme cubo girador en el que los actores/bailarines desarrollarán la mayor parte de sus funciones. Es espectacular y de primeras cautivador, no lo negaremos. Y es que la función está llena de imágenes deslumbrantes, de aciertos plenos, de gags refinados. Pero siempre pasa lo mismo: al final la acumulación acaba con ellos y se hacen pesados. Creemos que este montaje, de hora y veinte minutos de duración, se vería muy beneficiado si se acortara todavía más hasta aproximadamente la hora. La parte final, por ejemplo, nos pareció totalmente innecesaria. Al igual que el pesado sketch del yoga, pero este fue muy bien recibido por el público, que se rió aquí más que nunca.

Los bailarines parecen incansables y pese a la monotonía en ciertos momentos de la representación, siempre son capaces de dar un nuevo giro a las pequeñas historias que protagonizan. Aquí el trabajo de Martin Zimmermann en la coreografía se muestra más inspirado que el de su compañero. Pero en lo que ambos dan lo mejor de sí mismos es en el juego que saben sacar a la escenografía, con el emblemático cubo y el juego de paneles, puertas y sillas, que en combinación con los actores dan de sí lo inimaginable.

Lo mejor de Hans Was Heiri es, pues, su capacidad para sorprender; y lo peor su incapacidad para renovar el encanto más allá del impacto inicial. Durante toda la obra nos pareció ver sobrevolar el escenario el espíritu de Jacques Tati, pero si el genio francés sabía sacar partido de la reiteración a golpe de ingenio y minimalismo, en este caso Zimmermann & De Perrot no consiguen dotar a la obra de su espíritu cómico y se tienen que conformar con pinceladas de inspiración y fulgores de talento. O al menos con eso nos tuvimos que conformar nosotros.