lunes, 30 de enero de 2012

Racine y Shakespeare, de Stendhal


Stendhal es tan grande que, pese a tener razón siempre, nos sigue cayendo fenomenal. Sí, quizá no haya ningún escritor en la historia de la literatura con el que sintamos tal afinidad, mezclada con una admiración que no tiene límites. Por eso hemos leído con atención y ganas de aprender sus Escritos sobre arte y teatro. Por una parte, lamentamos que el libro haya quedado como un retrato de época hoy por momentos ininteligible (tantos nombres que no nos dicen nada, tantas disputas que han quedado olvidadas); pero por otra damos gracias a Shakespeare por que Stendhal decidiera dejar de lado sus veleidades críticas y se dedicará en cuerpo y alma y la ficción. No dudamos de que hubiera sido un extraordinario publicista, pero sí que nos parece más improbable que hoy le leyera alguien.

Como nuestras almas son mucho menos generosas que la de Stendhal, antes de leer el libro pensábamos que se iba a tratar de una reivindicación de Shakespeare apoyada en una crítica a Racine. En realidad, nuestro conocimiento de Racine es escaso (y, castigados seamos, nos interesa bastante poco), pero nuestros prejuicios le contraponen con Shakespeare. El caso es que Stendhal se declara un gran admirador de ambos, solo que mientras considera que Racine era un dramaturgo genial cuyos seguidores echaron a perder el teatro francés (¿por qué continuar un siglo después con las mismas reglas que habían sido válidas anteriormente?), en su opinión Shakespeare es el modelo que, si no imitar, al menos hay que tener presente para llevar a cabo un teatro realmente moderno.

La controversia del libro es, valga la gracia, un clásico: la disputa entre tradicionalistas e innovadores, el arte viejo frente al nuevo, clasicistas contra románticos. La condición pendular de la historia del arte ha hecho que periódicamente una de las dos corrientes se haya impuesto, siempre sobre las ruinas de la anterior. Pero la tesis de Stendhal es más audaz: todos los grandes creadores son clásicos, todos los grandes creadores son románticos. Son clásicos porque han sabido codificar las reglas subliminales de una época y llevarlas a la práctica mejor que cualquiera de sus contemporáneos. El problema es cuando sus continuadores siguen ese modelo y no se preocupan de su propia época. Y todos los grandes artistas son románticos porque dan a su obra pasión, porque saben transmitir sentimientos y hacer al espectador cómplice de sus criaturas.

Aquí nos toparíamos con una dificultado. ¿Es Stendhal un clásico? De ninguna manera. Quizá por la confusión entre clasicismo y academicismo (por cierto, graciosísimas las consideraciones de Stendhal sobre los académicos, ya a principios del XIX seres ridículos), se ha instaurado una consideración sobre los clásicos del XIX que no admitiríamos para nuestro héroe. ¿Es Stendhal romántico? No nos atreveríamos a asegurarlo. Es demasiado irónico como para considerarle tal, demasiado consciente. Sin llegar al cinismo de un Flaubert, la mirada de Stendhal es demasiado desengañada como para considerarle un romántico.

Mientras se lee este Racine y Shakespeare es inevitable pensar en la situación actual del arte dramático. Stendhal era bastante crítico y pesimista respecto al teatro de su época, y por motivos en apariencia opuestos nosotros también lo somos con el nuestro. Para Stendhal el teatro francés de la primera mitad del XIX era cautivo de la hegemonía de Racine, de la ignorancia de los académicos, de la venalidad de los periodistas, de la represión de los censores. Nadie se atrevía a hacer nada realmente moderno, bajo pena de escarnio crítico y fracaso de público. En la actualidad todo el teatro parece pecar del extremo contrario, de querer ser siempre moderno. Pero ¿no da la sensación de que la modernidad de nuestras tablas es la misma que hace 30, 40 o hasta 50 años? La incorrección, el rupturismo, la tecnología... todo suena tan... anticuado.

Los textos sobre Racine y Shakespeare son parte del libro Escritos sobre arte y teatro, publicado por Antonio Machado Libros, con una amplia introducción y notas de Isabel Valverde, que ayuda a moverse por una época y un lugar donde, a causa de nuestra ignorancia, no conocemos a casi nadie. Sus notas son casi siempre pertinentes y permiten que podamos situarnos con una mínima precisión, pero a veces pecan de cierto didactismo al glosar al autor. La traducción de José Luis Arántegui (lamentablemente su nombre solo aparece en una nota a pie de página) es, por lo que podemos aventurar, muy precisa, y sabe mantener el tono aéreo del original, aunque nos gustaría saber cómo se dice en francés “bilbainadas”.  

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