lunes, 12 de septiembre de 2011

El pisito


En algunos “templos dramáticos” la duda es recurrente: cómo es posible que hace 2.500 años los griegos fueran capaces de construir teatros en los que la caída de un alfiler puede ser oída hasta en el lugar más lejano del recinto, mientras que hoy en día los arquitectos parecen incapaces de crear un espacio con una acústica aceptable. Habíamos llegado a la conclusión de que, simplemente, a las luminarias del arte contemporáneo no les importa que en un teatro haya la visibilidad y la acústica mínimas exigibles, su reíno no es de este mundo. Pero después de haber sufrido los “palcos” de la Sala Verde de los Teatros del Canal, vamos más allá: a los (bueno, a algunos) arquitectos lo que les gusta es torturar al espectador. Al parecer Juan Navarro Baldeweg se tomó literalmente lo del “gallinero” y ha diseñado unos palcos mortalmente incómodos, que impiden una buena visión del escenario y que tienen una reja protectora que además de evocar al famoso gallinero es capaz de molesta al espectador hasta el punto de complacer los deseos más sádicos de su diseñador.


Bien, empieza la obra. Nos sorprende la reacción del público. Por nuestras previas experiencias no diríamos que el público de los Teatros del Canal, especialmente el de sesiones en las que, como esta, abundan los espectadores con invitación, sea especialmente efusivo. Sin embargo, pronto empiezan las carcajadas y los aplausos al final de la primera escena se convertirán en una constante: no sólo cada escena es despedida con los aplausos de rigor, sino que también lo son algún chiste particularmente bien acogido, un mutis (algo casi totalmente inaudito), y lo que es todavía más sorprendente, incluso un cambio de decorado (en el que, quizá por nuestra posición gallinacea, no pudimos detectar nada de extraordinario).


No hay ninguna duda de que el montaje cuenta con los mejores cimientos del teatro comercial. Poco se puede decir sobre el texto de Azcona que no sea reiterativo o falaz: una maravilla. Y la lista de nombres de relumbrón sigue con los populares actores, un productor que hace mucho tiempo que lleva demostrando que sabe lo que se hace, un director solvente en cine y por lo visto igual de solvente en teatro, y lo mejor de la profesión en escenografía, iluminación y vestuario. Así que la cosa no puede salir mal.


Entre tanta corrección, ante una puesta tan impecable como poco arriesgada (¿para qué?), un desarrollo amable, con grandes aciertos cómicos (y sin embargo, para nosotros, su mejor momento es el más dramático, el patético final), nos gustaría destacar el papel de Pepe Viyuela. En la tradición de los grandes actores cómicos españoles, Viyuela logra dotar a su personaje de esa doble cara, entre lo ridículo y lo sublime, el gracioso a su pesar y trágico en su destino, un buen tipo incapaz de hacer frente a las circunstancias, que con cada final feliz se lleva su merecido.  

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