En algunos “templos
dramáticos” la duda es recurrente: cómo es posible que hace 2.500
años los griegos fueran capaces de construir teatros en los que la
caída de un alfiler puede ser oída hasta en el lugar más lejano
del recinto, mientras que hoy en día los arquitectos parecen
incapaces de crear un espacio con una acústica aceptable. Habíamos
llegado a la conclusión de que, simplemente, a las luminarias del
arte contemporáneo no les importa que en un teatro haya la
visibilidad y la acústica mínimas exigibles, su reíno no es de
este mundo. Pero después de haber sufrido los “palcos” de la
Sala Verde de los Teatros del Canal, vamos más allá: a los (bueno,
a algunos) arquitectos lo que les gusta es torturar al espectador. Al
parecer Juan Navarro Baldeweg se tomó literalmente lo del
“gallinero” y ha diseñado unos palcos mortalmente incómodos,
que impiden una buena visión del escenario y que tienen una reja
protectora que además de evocar al famoso gallinero es capaz de
molesta al espectador hasta el punto de complacer los deseos más
sádicos de su diseñador.
Bien, empieza la
obra. Nos sorprende la reacción del público. Por nuestras previas
experiencias no diríamos que el público de los Teatros del Canal,
especialmente el de sesiones en las que, como esta, abundan los
espectadores con invitación, sea especialmente efusivo. Sin embargo,
pronto empiezan las carcajadas y los aplausos al final de la primera
escena se convertirán en una constante: no sólo cada escena es
despedida con los aplausos de rigor, sino que también lo son algún
chiste particularmente bien acogido, un mutis (algo casi totalmente
inaudito), y lo que es todavía más sorprendente, incluso un cambio
de decorado (en el que, quizá por nuestra posición gallinacea, no
pudimos detectar nada de extraordinario).
No hay ninguna duda
de que el montaje cuenta con los mejores cimientos del teatro
comercial. Poco se puede decir sobre el texto de Azcona que no sea
reiterativo o falaz: una maravilla. Y la lista de nombres de
relumbrón sigue con los populares actores, un productor que hace
mucho tiempo que lleva demostrando que sabe lo que se hace, un
director solvente en cine y por lo visto igual de solvente en teatro,
y lo mejor de la profesión en escenografía, iluminación y
vestuario. Así que la cosa no puede salir mal.
Entre tanta
corrección, ante una puesta tan impecable como poco arriesgada
(¿para qué?), un desarrollo amable, con grandes aciertos cómicos
(y sin embargo, para nosotros, su mejor momento es el más dramático,
el patético final), nos gustaría destacar el papel de Pepe Viyuela.
En la tradición de los grandes actores cómicos españoles, Viyuela
logra dotar a su personaje de esa doble cara, entre lo ridículo y lo
sublime, el gracioso a su pesar y trágico en su destino, un buen
tipo incapaz de hacer frente a las circunstancias, que con cada final
feliz se lleva su merecido.
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