martes, 10 de mayo de 2011

El burgués gentilhombre

Lo de siempre: ¿cuántas obras maestras teatrales nos estaremos perdiendo en este mismo momento? Porque pudimos ver esta deslumbrante obra de chiripa: multitud de factores por separado habrían sido suficientes para arruinarnos la función. Sí, con que una sola de las coincidencias que se dieron no se hubieran producido, nos habríamos quedado sin disfrutar de esta delicia de cuatro horas titulada El burgués gentilhombre. Es lo que más a menudo nos hace quejarnos del arte teatral, pero también lo que le hace literalmente único.


Se podría decir que nuestros gustos son ultraconservadores, así que la propuesta de Le Poème Harmonique no podía menos que despertar nuestro entusiasmo previo: la obra original de Molière sin cortes (y, obviamente, en francés antiguo), incluso con la música de Lully; una orquesta con instrumentos de la época; una iluminación natural con velas; ausencia de decoradas más allá de un fondo de madera; los actores hablando directamente al público... Antes de entrar en la sala (lástima que el teatro sea tan exhibicionistamente moderno) ya teníamos la sensación de que algo grande estaba a punto de pasar.


Y desde el primer minuto, desde la primera fila, empezó el disfrute. Porque partir de las premisas descritas está muy bien, pero luego hay que saber llevarlas a cabo con acierto. Y en este El burgués gentilhombre nada falta, pero ante todo, nada sobra. La precisión en la puesta en escena parece llevada con un extremo cuidado con tal de no defraudar a la perfección de la orquesta. En un momento, hacia el final de la representación (durante el hermosísimo fragmento italiano), Vincent Dumestre, el director musical, agarra una mandolina (creemos, perdón por nuestra ignorancia instrumental) y comienza a tocar como si tal cosa. En el escenario, el arlequín empieza a simular que es él quien toca la mandolina. En un segundo, Dumestre se detiene y el arlequín continúa con la melodía. Es algo sencillísimo pero que en el espectáculo produjo una emoción genuina, la emoción que provoca la perfección.


Aunque en ningún momento esté forzado, en el espectáculo se entrelazan la comedia de Moliére, la música de Lully y la danza coreografiada por Cécile Roussat. En cuanto a la parte más puramente teatral (aunque nos cuesta exponerlo así), todo se desarrolla con una solvencia que si no pareciera tan natural, sorprendería. El texto sigue siendo enormemente gracioso y Benjamin Lazar lo potencia con su puesta en escena (acostumbrados a las puestas aguafiestas de nuestros clásicos, hasta sorprende que otros puedan ser tan divertidos).


Los actores, en su difícil cometido de conjugar un francés arcaico, una actuación muy física, y en muchos casos añadir sus dotes cantoras, están sobresalientes. Imposible no rendirse ante Olivier Martin Salvan como Monsieur Jourdan, aunque el gran descubrimiento para nosotros fue el propio Benjamin Lazar en su doble papel de viejo filósofo y de Cléonte (a su vez compartido con el de trujamán).


En los momentos de danza parece que Roussat no ha querido exhibirse y se conforma con unos pocos pasos delicados, elegantes y fluidos. La parte musical más importante se desarrolla en el tramo final, con diferentes piezas semi-folclóricas. Puede parecer una temeridad que después de tres horas de función se coloquen las escenas más estáticas y sin escapes cómicos, pero lo cierto es que para cuando llegó el final, pensábamos que todavía quedaba al menos media hora de disfrute. Por cierto, durante todo el espectáculo en ningún momento se aplaudió tras la ejecución de las piezas musicales, y ciertamente en algún momento esto producía cierto embarazo, era tan evidente que ahí venía un aplauso... Pero en cualquier caso las dudas sobre la acogida de la obra se disiparon al final: la catarata de aplausos, gritos y pataleo fue tan abrumadora que, como se suele decir, parecía que el teatro se iba a venir abajo.


Un apunte final. No nos gusta comparar el teatro nacional con el extranjero por varios motivos (nuestro conocimiento de las puestas foráneas es obviamente más limitado, y aún de lo que vemos, sólo tenemos acceso a lo que los programadores creen que es lo mejor (es decir, que vemos lo mejor y lo peor, pero no el espectáculo medio), y además, al menos en este campo, no nos gusta regodearnos ni en la autocomplacencia ni en la sempiterna autoflagelación española), pero un pensamiento se nos cruzó por la mente tras concluir la velada: este El burgués gentilhombe es lo que la Compañía Nacional de Teatro Clásico lleva años intentando alcanzar y a lo que nunca ha logrado ni tan siquiera acercarse. Si en la nueva etapa se logra, ya nos lo contarán.

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