lunes, 21 de marzo de 2011

Falstaff

Ni buscándolo hubiéramos encontrado un mejor contraejemplo a nuestro anterior comentario que el Falstaff dirigido por Andrés Lima para el CDN. Siempre nos ha parecido curioso que haya sido precisamente Shakespeare, cuyas obras no necesitan el menor aderezo para alcanzar la gloria, el autor que mayores desvaríos haya provocado. Quizá se deba a que al ser el dramaturgo más representado, los directores quieran dejar su huella inventándose actualizaciones gratuitas y caprichosas, pero a nosotros estos ramalazos de autoría nos parecen ridículos. Podemos entender que el director quiera marcar su sello en obras débiles o imperfectas, pero, por favor, un poco de respeto hacia Shakespeare.

Al parecer Lima se ha metido tanto en su papel de demiurgo que ha llegado a pensarse que él, también coautor de la versión junto a Marc Rosich, es el verdadero creador de la obra. Por eso no escatima en ocurrencias y modernizaciones a lo largo de las cerca de tres horas y media claramente excesivas. Es cierto que algunas de estas ideas son divertidas (como la confusión para establecer genealogías o pronunciaciones, o, la que más triunfó entre el público, con los galeses hablando en gallego), pero el conjunto de la obra cojea, sobre todo en su primera parte. Después del intermedio parece que el director se ha quedado sin ingenio y controla su puesta en escena, limitándose a contenidos encuentros entre los actores. Ahora todo funciona mucho mejor, sin alharacas, sin furia y confusión, un teatro esencial, que se demuestra más efectivo que todos los artificios de la primera parte. Lástima que a estas alturas el espectador ya esté tan agotado que cueste seguir el ritmo.

En la propuesta de Lima, casi todos los actores tienen un doble papel. Su desdoblamiento se produce sobre la marcha, lo que supuestamente daría más ritmo si no fuera por la extensión de la obra y porque lo que transmite es confusión y aceleramiento. También un excesivo contraste entre la parte palaciega, más ingeniosa y controlada, y la parte tabernaria, en la que los intentos por ser gracioso y entrañable, sí, se quedan entre dos aguas.

Entre los actores que se limitan a un único papel está, por supuesto, Pedro Casablanc, Falstaff. Es un actor que cuenta con toda nuestra admiración y de los pocos a quien podríamos ver en un papel como éste. Sin embargo, al principio de la obra parecía confuso, como si no supiera dónde se había metido. Según avanzaba la obra se fue calentando para llegar a la parte final en plenitud y ofrecer lo mejor que su talento puede dar. Confiamos en que cuando la obra ya haya pasado por las primeras funciones de calentamiento, toda su interpretación alcance la categoría que puede conseguir. También se sitúa a gran altura Raúl Arévalo como el joven príncipe Enrique, el que mejor se adapta, sin tener que disfrazarse ni hacer gestos, al doble mundo de la obra. Sereno y taimado en el palacio y jovial y cínico en la taberna, sabe jugar con su doblez y mezquindad de manera natural.

En nuestra opinión, una fácil solución para agilizar la función sería cortar radicalmente la larguísima escena de la batalla con la que termina la primera parte: no hay nada en ella dramatica ni conceptualmente que justifique una duración desmesurada. Por el contrario, como decíamos antes, lo mejor está por llegar: la agonía del viejo rey y la impaciencia del príncipe que no aguanta a ponerse la corona del moribundo, la derrota de Falstaff con el nuevo rey mandándole al destierro (aunque aquí nos pareció un poco forzado poner a Falstaff de espaldas), y, finalmente, la muerte de gordo borracho y el lamento fúnebre de sus amigos. Un buen final que habría merecido un mejor inicio.

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