lunes, 15 de noviembre de 2010

Su seguro servidor, Orson Welles

Al parecer José María Pou va a estar más presente en Madrid que nunca. Si hace poco hablábamos de su puesta en escena de La vida por delante, ahora hemos podido asistir a su exhibición en Su seguro servidor. Pero, como grandes admiradores suyos, lamentamos que últimamente parezca inclinarse por lo fácil, por los espectáculos más comerciales, en el peor sentido, y esperamos que sólo hayan sido unos resbalones en su esplendida carrera.

En apariencia Su seguro servidor no tiene nada malo. Es un texto lleno de anécdotas interesantes y sobre todo una oportunidad para que un gran actor despliegue todo su talento. Pero en realidad la obra de Richard France no pasa de ser una retahíla de batallitas del abuelo (es curioso que el personaje de Mel, ese tan habitual en tantas obras que sólo sirve para dar pie al monstruo, lo explicite tal cual en algún momento), que su estructura es flojísima (la percha de la grabación de anuncios publicitarios no se sostiene en ningún momento y las llamadas a Spielberg son repetitivas y obvias), mientras que la actuación de Pou es esplendida, faltaría más, pero también falta de riesgos.

Cualquier aficionado medio de la obra de Orson Welles ya conoce la mayoría de las historias que se cuentan (y Mel, que no tendría que conocerle más que muy superficialmente, cuando lo exige el guión se convierte en un experto). Por lo que, al estar éstas basadas muchas veces en un elemento sorpresa, fracasan una y otra vez. También se incluyen otras oportunidades de lucimiento, como la lectura de un cuento de Karen Blixen, pero nada suena convincente. Además, al ser el propio Welles el narrador de su historia, y no caracterizarse precisamente por su modestia, nos quedamos con un relato plano, la vida de un genio por encima de su época, incomprendido y fracasado. Mucho más interesante hubiera sido plantear un enfrentamiento a lo Peter Morgan, con otro personaje que pusiera de relieve sus contradicciones y ahondara en sus errores, que también los tuvo.

La dirección de Esteve Riambau peca de la misma falta de audacia. El escenario es efectivo (aunque la pecera es tan forzada como el personaje de Mel) y el ritmo más o menos constante, pero no hay nada que despierte de la placidez, ningún elemento que nos haga pensar que estamos viendo algo único. Las últimas funciones suelen tener algo de especial, pero la de este domingo estuvo marcada por lo rutinario, como si todos, incluido el público al poco rato, fuéramos demasiado conscientes de lo previsible de la obra. Deseamos que Pou nos vuelva a sorprender en su próxima incursión y que se atreva con un texto que desafíe sus extraordinarias cualidades.

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